Estoy por hacer un té. Escucho un grito. Otra vez le pegan a Claudia. ¿Cuántas van? Siempre le pegan: se está transformando en una costumbre.
El agua hierve. El silbido de la pava empieza a perforarme los oídos y escucho el grito de vuelta. Me acabo de levantar, tengo una resaca angustiosa: dolor de cabeza, acidez intensa y un millón de hijos de puta que no paran de generarme problemas. Debería alejarme de todo. Del viejo del alquiler, la inmobiliaria, las discusiones con Marta por la tenencia de los chicos y del grito de la puta que me retumba en los oídos encima del silbido agudo de la pava.
No doy más.
Tengo que terminar con esta basura y lo más cercano es el imbécil que le pega a Claudia en el departamento de arriba. Grito basta. Imagino a las vecinas viejas, escuchas atentas de la pelea, asustadas por mi bramido, pensando que estoy loco, enfermo, o algo peor.
—Hijo de mil puta. La tocás de vuelta y subo a matarte —vuelvo a decir en voz alta, aunque esta vez sin gritar.
—¿Quién sos? —escucho que responden y para mí es suficiente.
Agarro un palo de amasar. Salgo, cierro y subo, corriendo, el piso que me separa de ese infeliz que viene a representar la excusa perfecta para descargar todos mis problemas. Golpeo con el palo la puerta de Claudia. No sabía que las maderas de las puertas eran de un material tan de mierda. Las astillas vuelan, la madera cede. Me olvido del tipo, de Claudia, de Marta, de los chicos, la inmobiliaria y del millón de hijos de puta que tengo alrededor y golpeo con fuerza, concentrado como si de cada golpe que doy dependiera mi vida.
Tengo ganas de reírme, de llorar, de gritar que estoy contento, de acostarme y cerrar los ojos. Golpeo hasta que hago un hueco, se ve luz del otro lado, y escucho que Claudia me grita basta. Llora. Yo le digo, a la mierda de persona que está ahí adentro con ella, que se anime a salir, que venga y me pegue a mí. Que se haga cargo y no sea tan cagón. Pedazo de hijo de puta.
Pero no sale. Claudia llora del otro lado y me pide basta, por favor, basta. Golpeo una vez más, aunque despacio. No quiero que Claudia se sienta mal, y la puerta está hecha mierda. Así que le pido disculpas.
— Si te vuelve a pegar, llamame y lo matamos juntos —le digo, hablo en serio, me siento bien, más tranquilo. Esta cagada sirve como terapia…
Bajo la escalera. ¿La madera de mi puerta será igual de mala? Entro al departamento. No sé si hace más calor, subió la humedad o qué… El aire está distinto.
Voy a llenar la pava. El agua se evaporó. Tengo ganas de tomar té.
Wednesday, December 12, 2007
Monday, November 19, 2007
Insomnio
Estoy acostado en la cama, a oscuras, boca arriba. Hace calor. La ventana está abierta pero el aire, quieto, parece embalsamado. No puedo dormir: llevo horas con los ojos abiertos, distingo todas las siluetas de la pieza. Ya dije: faltan seis horas para levantarme, dije: faltan cinco horas para levantarme, y dejé de mirar el reloj, aunque sé que faltan menos de cuatro horas para levantarme.
Siluetas. La bandera de Italia, el cuadro de Klimt, hojas amontonadas sobre libros. Escucho. ¿Qué otra cosa puede hacer uno en la oscuridad, con los ojos abiertos, sino ver siluetas y escuchar? Escucho y siento las gotas de transpiración que me bajan por el cuello.
Arriba hay cuchicheos. Se oyen grititos, no sé si son dos personas cogiendo o un bebé que pide teta. Cierro los ojos para tratar de escuchar mejor y pienso por qué habría de escuchar mejor con los ojos cerrados. Los vuelvo a abrir, pero no escucho, y los cierro otra vez. Risas. Risas femeninas. Y un bebé, pero en departamentos distintos. El sonido del bebé viene de abajo. La risa, no. La risa parece venir de otro lugar: acostado no tengo referencias espaciales. Debería incorporarme para saber de dónde viene la risa. Pero no me importa. La risa viene de donde yo decida.
Cierro los ojos e imagino que la risa es de Claudia. Que Claudia está acostada, igual que yo, mirando el techo, cinco o seis metros arriba de mi cuerpo. A Claudia la imagino morocha, ojos marrones, nariz delicada. Se ríe tímida, la pupilas húmedas, los pies fríos.
El bebé llora. La madre le dice buberón, buberón y me pregunto por qué a los chicos a veces se los trata como pelotudos. Quizás la madre sea pelotuda y no encuentre otra forma de relacionarse con el nene. Me importa un carajo. Quiero dormir, que le den el buberón y se vayan a la concha de su madre, los dos, pero en silencio. Sin hacer ruido. El bebé llora y la canilla de mi baño gotea. Gotea, tic, gotea, tac. Gotea, tic, gotea, tac. Gotea, tic, gotea, tac.
Con precisión sincronizada y ruido calcado. Un ruido que gotea, tic, gotea, tac en el medio del cerebro como si la canilla estuviera dentro de mí, en la base de la médula.
Voy al baño.
Prendo la luz, siento un shock de brillo en los ojos. Siento que no voy a volver a dormir en toda noche. Cierro la canilla. No veo nada. Me choco con la mesa de luz. Tanteo la cama y me acuesto. Boca arriba. El bebé no llora. Nadie se ríe. Cierro los ojos. Y de vuelta el goteo. Gotea tic. Faltan pocas horas. Gotea tac. No puedo más. Gotea tic. Estoy cansado. Gotea tac.
Si tiene ganas, si todavía no se quedó dormida, esta vez, se podría levantar Claudia.
Siluetas. La bandera de Italia, el cuadro de Klimt, hojas amontonadas sobre libros. Escucho. ¿Qué otra cosa puede hacer uno en la oscuridad, con los ojos abiertos, sino ver siluetas y escuchar? Escucho y siento las gotas de transpiración que me bajan por el cuello.
Arriba hay cuchicheos. Se oyen grititos, no sé si son dos personas cogiendo o un bebé que pide teta. Cierro los ojos para tratar de escuchar mejor y pienso por qué habría de escuchar mejor con los ojos cerrados. Los vuelvo a abrir, pero no escucho, y los cierro otra vez. Risas. Risas femeninas. Y un bebé, pero en departamentos distintos. El sonido del bebé viene de abajo. La risa, no. La risa parece venir de otro lugar: acostado no tengo referencias espaciales. Debería incorporarme para saber de dónde viene la risa. Pero no me importa. La risa viene de donde yo decida.
Cierro los ojos e imagino que la risa es de Claudia. Que Claudia está acostada, igual que yo, mirando el techo, cinco o seis metros arriba de mi cuerpo. A Claudia la imagino morocha, ojos marrones, nariz delicada. Se ríe tímida, la pupilas húmedas, los pies fríos.
El bebé llora. La madre le dice buberón, buberón y me pregunto por qué a los chicos a veces se los trata como pelotudos. Quizás la madre sea pelotuda y no encuentre otra forma de relacionarse con el nene. Me importa un carajo. Quiero dormir, que le den el buberón y se vayan a la concha de su madre, los dos, pero en silencio. Sin hacer ruido. El bebé llora y la canilla de mi baño gotea. Gotea, tic, gotea, tac. Gotea, tic, gotea, tac. Gotea, tic, gotea, tac.
Con precisión sincronizada y ruido calcado. Un ruido que gotea, tic, gotea, tac en el medio del cerebro como si la canilla estuviera dentro de mí, en la base de la médula.
Voy al baño.
Prendo la luz, siento un shock de brillo en los ojos. Siento que no voy a volver a dormir en toda noche. Cierro la canilla. No veo nada. Me choco con la mesa de luz. Tanteo la cama y me acuesto. Boca arriba. El bebé no llora. Nadie se ríe. Cierro los ojos. Y de vuelta el goteo. Gotea tic. Faltan pocas horas. Gotea tac. No puedo más. Gotea tic. Estoy cansado. Gotea tac.
Si tiene ganas, si todavía no se quedó dormida, esta vez, se podría levantar Claudia.
Wednesday, October 31, 2007
Casi
La clase del miércoles empieza a las nueve. El despertador suena ocho cuarenta y cinco y lo apago y lo pongo a las nueve menos tres, la facultad queda a siete cuadras. Si camino rápido, llego. No desayuno. Prefiero lavarme la cara, los dientes, buscar el celular, meterlo en el bolso y salir antes de que dude, me agarre sueño y decida faltar.
Toco el botón del ascensor, viene de arriba. La puerta se abre: ¿Claudia?
Una morocha, alta, muy alta. Dientes grandes, ojos marrones que me dice “¿bajás lindo?” y me hace sentir una especie de adrenalina, ¿miedo?, fea porque noto su mirada demasiado masculina como para ser de mujer y su tono de voz demasiado sugerente como para ser de vecina. “Bajo”, respondo parco y aprieto el cero, cierro la puerta y miro la manija, sin darme vuelta, sabiendo que en uno, dos, tres, cuatro segundos va a decir algo y “¿Te mudaste hace poco?“
“No, vivo acá hace bastante”, y apelo a una clásica, deleznable y creo la más famosa, táctica de Juan Azgardía, portero del edificio: el tiempo. “Qué garrón que llueva, ¿no?”, digo. El ascensor llega al cero, abro, me bajo yo, baja ella y comenta algo de lo que dijeron en la radio al respecto pero no la escucho porque cierro la puerta tijera con un golpe seco.
Aunque antes de empezar a caminar rápido, curioso, le pregunto: “¿Claudia?”.
Se ríe pícara, “No… ¿La conocés? A mí me dicen Lulú, ¿Vos cómo te llamás?”.
Y descortés, pero con una sensación placentera, sin responderle salgo del edificio. Camino rápido, la clase empieza a las nueve, son y tres minutos, no voy a llegar y Claudia debe seguir en su cama, acostada: seguro que duerme.
Toco el botón del ascensor, viene de arriba. La puerta se abre: ¿Claudia?
Una morocha, alta, muy alta. Dientes grandes, ojos marrones que me dice “¿bajás lindo?” y me hace sentir una especie de adrenalina, ¿miedo?, fea porque noto su mirada demasiado masculina como para ser de mujer y su tono de voz demasiado sugerente como para ser de vecina. “Bajo”, respondo parco y aprieto el cero, cierro la puerta y miro la manija, sin darme vuelta, sabiendo que en uno, dos, tres, cuatro segundos va a decir algo y “¿Te mudaste hace poco?“
“No, vivo acá hace bastante”, y apelo a una clásica, deleznable y creo la más famosa, táctica de Juan Azgardía, portero del edificio: el tiempo. “Qué garrón que llueva, ¿no?”, digo. El ascensor llega al cero, abro, me bajo yo, baja ella y comenta algo de lo que dijeron en la radio al respecto pero no la escucho porque cierro la puerta tijera con un golpe seco.
Aunque antes de empezar a caminar rápido, curioso, le pregunto: “¿Claudia?”.
Se ríe pícara, “No… ¿La conocés? A mí me dicen Lulú, ¿Vos cómo te llamás?”.
Y descortés, pero con una sensación placentera, sin responderle salgo del edificio. Camino rápido, la clase empieza a las nueve, son y tres minutos, no voy a llegar y Claudia debe seguir en su cama, acostada: seguro que duerme.
Sunday, October 14, 2007
Friday, September 21, 2007
Silencios
No me gusta la violencia. Sufro al escuchar el ruido seco de un puño contra un pómulo blando, de una palma sobre una mejilla; quedo angustiado durante dos o tres minutos. Quedo con miedo: he llegado a temblar.
Supongo que lo que me asusta es la decisión del que golpea. La seguridad con la que lo hace, su falta de alternativas.
No todo es ficción es mi blog.
“La ficción trabaja con la verdad para construír un discurso que no es ni verdadero ni falso. Que no pretende ser verdadero ni falso. Y en ese matiz indecidible entre verdad y falsedad se juega todo el efecto de la ficción”, dijo alguna vez Ricardo Piglia y, aunque a nadie le importe, estoy de acuerdo.
Ayer me fui a dormir temprano. Cansado, me acosté boca arriba. Suelo acostarme boca arriba y pensar en lo que tengo que hacer al día siguiente (esto sí es ficción: no me permitiría semejante lugar común antes de dormir) cuando escuché la pelea.
Te pago más, ¿cuánto más?
No se trata de eso, andate.
Me voy después de que hagas lo que dijiste que ibas a hacer. ¡Puta!
Y un no. Extendido, prolongado, lastimoso.
Silencio. Pero silencio violento. De esos silencios que son peores que un punzón oxidado atravesándote la rodilla. Un silencio cruel. Sin justificación.
El silencio, a veces, es una de las formas más atroces de la violencia.
Después, un grito.
Claudia gritó, el tipo puteó y yo me tapé la cabeza con la sábana en una actitud infantil, como si fuera un nene de dos o tres años con miedo a la oscuridad.
Y pensé en subir, pero ¿y si el tipo está armado?
Y pensé en llamar a la policía, pero ¿y si a Claudia se le arma quilombo?
Y pensé que muchas veces, o siempre en realidad, es más fácil ser una mierda de persona y cagarse en el otro y no darle bola: dejarlo solo, ponerse los auriculares y leer, irse a dormir o evocar lindos recuerdos y aislarse de todo lo demás, si total…
Pero vaya uno a saber por qué carajo no puedo hacer eso y me angustio y otra vez silencio y le habrá pasado algo y me estoy preocupando por una puta de la que sólo conozco la voz.
—¿Sabés qué?— le dice él, gritando furioso.
Y pienso qué le habrá hecho Claudia al tipo para que esté así. Y por un instante dudo de quién será la víctima, si es que hay una sola, tal vez seamos los tres, pero ella no contesta, se queda callada y otra vez el silencio, el mismo puto silencio angustioso que hace que yo imagine qué pasa ahí arriba y proyecte todo de dos, tres, cuatro formas posibles. Siempre, una peor que la otra.
—¡Te podés ir a la reconcha de tu puta madre! ¿Sabés por qué? —sigue él y ella no responde pero me la imagino llorando o con ganas de llorar. Un llanto tímido, un murmullo ahogado que no sale por respeto o por puro pudor.
—Porque sos una mierda de persona, Claudia.¡Yo confié en vos y me trataste como si fuera un pelotudo! ¿Creés que soy un pelotudo? ¿Eso creés? ¡Idiota! ¿O en serio pensaste que me parecías inteligente?
Ella no responde y yo me pregunto qué habrá hecho y me dan ganas de pedirle al tipo que se vaya, subir al piso tres y tocarle el timbre a Claudia, pararme enfrente de la puerta hasta que salga y gritarle qué le hiciste al flaco éste.
Pero no. Porque es más fácil ser una mierda de persona y cagarse en el otro, sea cual fuere, y no darle bola: dejarlo solo, ponerse los auriculares y leer, irse a dormir o evocar lindos recuerdos y aislarse de todo lo demás, si total…
Y escucho el portazo del tipo que se va. El silencio, pero no un silencio violento, uno calmo, tranquilo, y el llanto de Claudia durante un par de minutos. Un par de minutos, un sonarse de nariz y la música de la radio. Una especie de cumbia, tropical, que suena suave, pero tapa el silencio, el llanto, los gritos y, sobre todo, me deja dormir tranquilo.
Supongo que lo que me asusta es la decisión del que golpea. La seguridad con la que lo hace, su falta de alternativas.
No todo es ficción es mi blog.
“La ficción trabaja con la verdad para construír un discurso que no es ni verdadero ni falso. Que no pretende ser verdadero ni falso. Y en ese matiz indecidible entre verdad y falsedad se juega todo el efecto de la ficción”, dijo alguna vez Ricardo Piglia y, aunque a nadie le importe, estoy de acuerdo.
Ayer me fui a dormir temprano. Cansado, me acosté boca arriba. Suelo acostarme boca arriba y pensar en lo que tengo que hacer al día siguiente (esto sí es ficción: no me permitiría semejante lugar común antes de dormir) cuando escuché la pelea.
Te pago más, ¿cuánto más?
No se trata de eso, andate.
Me voy después de que hagas lo que dijiste que ibas a hacer. ¡Puta!
Y un no. Extendido, prolongado, lastimoso.
Silencio. Pero silencio violento. De esos silencios que son peores que un punzón oxidado atravesándote la rodilla. Un silencio cruel. Sin justificación.
El silencio, a veces, es una de las formas más atroces de la violencia.
Después, un grito.
Claudia gritó, el tipo puteó y yo me tapé la cabeza con la sábana en una actitud infantil, como si fuera un nene de dos o tres años con miedo a la oscuridad.
Y pensé en subir, pero ¿y si el tipo está armado?
Y pensé en llamar a la policía, pero ¿y si a Claudia se le arma quilombo?
Y pensé que muchas veces, o siempre en realidad, es más fácil ser una mierda de persona y cagarse en el otro y no darle bola: dejarlo solo, ponerse los auriculares y leer, irse a dormir o evocar lindos recuerdos y aislarse de todo lo demás, si total…
Pero vaya uno a saber por qué carajo no puedo hacer eso y me angustio y otra vez silencio y le habrá pasado algo y me estoy preocupando por una puta de la que sólo conozco la voz.
—¿Sabés qué?— le dice él, gritando furioso.
Y pienso qué le habrá hecho Claudia al tipo para que esté así. Y por un instante dudo de quién será la víctima, si es que hay una sola, tal vez seamos los tres, pero ella no contesta, se queda callada y otra vez el silencio, el mismo puto silencio angustioso que hace que yo imagine qué pasa ahí arriba y proyecte todo de dos, tres, cuatro formas posibles. Siempre, una peor que la otra.
—¡Te podés ir a la reconcha de tu puta madre! ¿Sabés por qué? —sigue él y ella no responde pero me la imagino llorando o con ganas de llorar. Un llanto tímido, un murmullo ahogado que no sale por respeto o por puro pudor.
—Porque sos una mierda de persona, Claudia.¡Yo confié en vos y me trataste como si fuera un pelotudo! ¿Creés que soy un pelotudo? ¿Eso creés? ¡Idiota! ¿O en serio pensaste que me parecías inteligente?
Ella no responde y yo me pregunto qué habrá hecho y me dan ganas de pedirle al tipo que se vaya, subir al piso tres y tocarle el timbre a Claudia, pararme enfrente de la puerta hasta que salga y gritarle qué le hiciste al flaco éste.
Pero no. Porque es más fácil ser una mierda de persona y cagarse en el otro, sea cual fuere, y no darle bola: dejarlo solo, ponerse los auriculares y leer, irse a dormir o evocar lindos recuerdos y aislarse de todo lo demás, si total…
Y escucho el portazo del tipo que se va. El silencio, pero no un silencio violento, uno calmo, tranquilo, y el llanto de Claudia durante un par de minutos. Un par de minutos, un sonarse de nariz y la música de la radio. Una especie de cumbia, tropical, que suena suave, pero tapa el silencio, el llanto, los gritos y, sobre todo, me deja dormir tranquilo.
Thursday, September 6, 2007
Onetti (para leer en voz alta)
Sonrío en paz, abro la boca, hago chocar los dientes y muerdo suavemente la noche. Todo es inútil y hay que tener por lo menos el valor de no usar pretextos. Me hubiera gustado clavar la noche en el papel como a una gran mariposa nocturna. Pero, en cambio, fue ella la que me alzó entre sus aguas como el cuerpo lívido de un muerto y me arrastra, inexorable, entre fríos y vagas espumas, noche abajo.
(El pozo)
(El pozo)
Wednesday, September 5, 2007
Como cuando hacés algo que, sabés, no se puede, pero te gusta y transgredís
Estaba la ventana cerrada. La ventana cerrada y yo con una indescriptible sensación de placer como cuando hacés algo que, sabés, no se puede, pero te gusta y transgredís.
Pero pasaron quince días y mi cumpleaños y no me acuerdo por qué tenía esa sensación. No iba a transgredir un carajo. Sólo iba a subir, tocar el timbre y hola Claudia, soy Federico, el vecino, te conozco la voz, la risa…
Pero no. O no del todo. Quizás sí una parte. Sí la parte en la que fui al palier. La parte en la que me dije “flaco, dejá de joder y andá y preguntale si no puede gritar un poco más bajo”. La parte en la que subí al ascensor (sí, todavía me duele el pie: subí en ascensor) y, después de cerrar la puerta tijera, toqué el botón del piso tres.
Sí la parte en la que Máximo Gorki dijo el hombre arriesga su propia vida cada vez que elige y eso lo hace libre. Y aunque yo no arriesgué nada, cuando llegué al tercer piso, después de unos cuatro segundos, dos metros en ascenso vertical, y abrí la puerta, bajé y la cerré despacio, por las dudas, y toqué el timbre, me encontré con algo que nunca me hubiera imaginado.
Tampoco tenía sentido imaginarlo. Sólo fui a pedirle a la dichosa Claudia que me dejara dormir: que bajase el volumen, trabajara menos o pusiese una de esas alfombras esponjosas tipo cancha de fútbol cinco para aislar un poco el sonido.
Inocente, ingenuo. Un poco cagón, por qué no, como dijo el anónimo Dr. N. en uno de sus comentarios, pero no pensé que al tocar el timbre, al oprimir el botoncito y escuchar el trrrrrrrrrrrrr continuado, justo en ese momento, la vieja del tercero D, esa que me conoce desde que tenía seis o siete años y que, cuando puede, me aprieta fuerte los cachetes, saldría y con displicencia, como si estuviera habituada a ese tipo de pregunta, diría: ¿Qué? ¿Vos también visitás a Claudia?
Colorado. Otra vez esa especie de calor que me sube por el cuello y se me enrosca en la cara como cuando mira a un espejo y lo pinta de mí hasta que estalle, ¿o era todo ficción?, y siento que tengo que hacer algo, instintivo, animal y por impulso, vergüenza o nerviosismo, dejo el timbre, a la vieja y a Claudia y bajo las escaleras corriendo, atropellado, un escalón detrás de otro y abro la puerta, para sumergirme en mi departamento del segundo B, como una mulita que se encierra sobre sí misma, como si ahí estuviera a salvo de la vieja, de Claudia, de su voz, la risa, los orgasmos y el color de sus ojos aunque en el fondo, muy dentro mío, quizás profundo pero demasiado latente, sé que por más que quiera, por más que trate de negarlo e intente convencerme de otra cosa, esa voz, la de la puta de mi vecina, es imposible de no oír.
Pero pasaron quince días y mi cumpleaños y no me acuerdo por qué tenía esa sensación. No iba a transgredir un carajo. Sólo iba a subir, tocar el timbre y hola Claudia, soy Federico, el vecino, te conozco la voz, la risa…
Pero no. O no del todo. Quizás sí una parte. Sí la parte en la que fui al palier. La parte en la que me dije “flaco, dejá de joder y andá y preguntale si no puede gritar un poco más bajo”. La parte en la que subí al ascensor (sí, todavía me duele el pie: subí en ascensor) y, después de cerrar la puerta tijera, toqué el botón del piso tres.
Sí la parte en la que Máximo Gorki dijo el hombre arriesga su propia vida cada vez que elige y eso lo hace libre. Y aunque yo no arriesgué nada, cuando llegué al tercer piso, después de unos cuatro segundos, dos metros en ascenso vertical, y abrí la puerta, bajé y la cerré despacio, por las dudas, y toqué el timbre, me encontré con algo que nunca me hubiera imaginado.
Tampoco tenía sentido imaginarlo. Sólo fui a pedirle a la dichosa Claudia que me dejara dormir: que bajase el volumen, trabajara menos o pusiese una de esas alfombras esponjosas tipo cancha de fútbol cinco para aislar un poco el sonido.
Inocente, ingenuo. Un poco cagón, por qué no, como dijo el anónimo Dr. N. en uno de sus comentarios, pero no pensé que al tocar el timbre, al oprimir el botoncito y escuchar el trrrrrrrrrrrrr continuado, justo en ese momento, la vieja del tercero D, esa que me conoce desde que tenía seis o siete años y que, cuando puede, me aprieta fuerte los cachetes, saldría y con displicencia, como si estuviera habituada a ese tipo de pregunta, diría: ¿Qué? ¿Vos también visitás a Claudia?
Colorado. Otra vez esa especie de calor que me sube por el cuello y se me enrosca en la cara como cuando mira a un espejo y lo pinta de mí hasta que estalle, ¿o era todo ficción?, y siento que tengo que hacer algo, instintivo, animal y por impulso, vergüenza o nerviosismo, dejo el timbre, a la vieja y a Claudia y bajo las escaleras corriendo, atropellado, un escalón detrás de otro y abro la puerta, para sumergirme en mi departamento del segundo B, como una mulita que se encierra sobre sí misma, como si ahí estuviera a salvo de la vieja, de Claudia, de su voz, la risa, los orgasmos y el color de sus ojos aunque en el fondo, muy dentro mío, quizás profundo pero demasiado latente, sé que por más que quiera, por más que trate de negarlo e intente convencerme de otra cosa, esa voz, la de la puta de mi vecina, es imposible de no oír.
Saturday, August 18, 2007
Y si subo y está despierta y me abre
Esta mañana pensé por qué no subo, toco el timbre y me dejo de joder.
Suelo pensar a la mañana. Apenas abro los ojos: o me quedo quieto y trato de volver al sueño, intentando recordar las caras y los gestos de los personajes como si el despertar hubiera sido un pequeño error de la conciencia. O los abro rápido, como un buceador que saca la cabeza afuera en busca de una bocanada salvadora.
Es sólo un piso. Y miré el reloj pero supuse que a esa hora, a las diez menos cuarto de un sábado de agosto, las putas duermen, cansadas por el galope de la noche anterior.
Aunque si subo y está despierta y me abre. Hola Claudia, soy Federico, el vecino de abajo, te conozco la voz, la risa, los orgasmos aunque no sabía de qué color tenés los ojos y vine a averiguar. No. Encontrarse con una puta para ver de qué color tiene los ojos, suena inverosímil.
Aunque yo lo haría. No me parece idiota, ni cursi, ni raro: lo más importante es la mirada. Pero ella no me creería.
Sí. Voy a subir. Pero no en pijama.
Así que me levanto, voy al baño, lavabo, dentífrico de menta suave, cepillo, muestro los dientes y froto.
Agua fría en la cara, toalla azul con manchas de lavandina, inodoro, pis casi transparente y achatado del pelo con las manos, en ese orden, como si fuera una violenta sucesión de fotogramas de Tom Tykwer. Y busco una remera roja, me saco el buzo cuadrillé y vuelvo al baño para agarrar el desodorante olvidado entre la botella de alcohol y la crema de afeitar.
De desayuno, té. Té y mirar por la ventana de la cocina hacia arriba: el día frío, húmedo, gris y su persiana, baja, medio rota y una sensación indescriptible de placer como cuando hacés algo que, sabés, no se puede, pero te gusta y transgredís.
Suelo pensar a la mañana. Apenas abro los ojos: o me quedo quieto y trato de volver al sueño, intentando recordar las caras y los gestos de los personajes como si el despertar hubiera sido un pequeño error de la conciencia. O los abro rápido, como un buceador que saca la cabeza afuera en busca de una bocanada salvadora.
Es sólo un piso. Y miré el reloj pero supuse que a esa hora, a las diez menos cuarto de un sábado de agosto, las putas duermen, cansadas por el galope de la noche anterior.
Aunque si subo y está despierta y me abre. Hola Claudia, soy Federico, el vecino de abajo, te conozco la voz, la risa, los orgasmos aunque no sabía de qué color tenés los ojos y vine a averiguar. No. Encontrarse con una puta para ver de qué color tiene los ojos, suena inverosímil.
Aunque yo lo haría. No me parece idiota, ni cursi, ni raro: lo más importante es la mirada. Pero ella no me creería.
Sí. Voy a subir. Pero no en pijama.
Así que me levanto, voy al baño, lavabo, dentífrico de menta suave, cepillo, muestro los dientes y froto.
Agua fría en la cara, toalla azul con manchas de lavandina, inodoro, pis casi transparente y achatado del pelo con las manos, en ese orden, como si fuera una violenta sucesión de fotogramas de Tom Tykwer. Y busco una remera roja, me saco el buzo cuadrillé y vuelvo al baño para agarrar el desodorante olvidado entre la botella de alcohol y la crema de afeitar.
De desayuno, té. Té y mirar por la ventana de la cocina hacia arriba: el día frío, húmedo, gris y su persiana, baja, medio rota y una sensación indescriptible de placer como cuando hacés algo que, sabés, no se puede, pero te gusta y transgredís.
Tuesday, August 14, 2007
Ayer le hablé
Mi baño tiene un respirador. El respirador es una especie de rejita que da al hueco donde se junta el aire que circula por cada uno de los baños del edificio. Además de aire y olor, por la cercanía de las paredes y por la calidad del material con que están hechas, en ese lugar también se junta ruido. Ruido y sonido: por ejemplo, el del agua de ducha que cae sobre la bañera. Por ejemplo, el del agua de su ducha justo cuando yo estaba por abrir la mía, en una de esas casualidades que hacen que lo que narro parezca mentira, pura ficción o un relato inverosímil inspirado en fragmentos, pequeños y exagerados, de eso a lo que llaman realidad.
—¿Te estás por bañar?
Lo dije de golpe. Lo pensé: en voz alta y en segunda persona.
Sé cuándo me pongo colorado. Lo siento. Siento una especie de calor que me sube por el cuello y se me enrosca en la cara y que puedo verificar segundos después. Siempre, alguien, como si fuese necesario que yo lo supiera, dice: “estás todo colorado”.
Escuché una risa.
—¿Quién sos? —dijo. Una voz rara. Putona (o tal vez prejuzgué). Rara.
—El de abajo. El que te oye coger.
Volví a escuchar la risa.
—¿Grito mucho? —preguntó.
—Bastante. Pero me gusta, eh. ¿Está linda el agua?
Abrí la ducha y no escuché lo que respondió. Volví a preguntar. En voz más alta: ¿Está linda el agua?
—Sí, está linda.
—...
—Bueno, cuando quieras subí y nos conocemos. Soy Claudia. Un gusto.
Y otra vez la risa.
Hay pocas cosas que me ponen incómodo. El ruido de dos carbones al rozarse. Cenar tallarines con tuco, en la casa de alguien con quien no tengo confianza, sin cuchara ni cuchillo y tener que enroscar los fideos largos y dar vueltas y vueltas y vueltas con el tenedor para evitar que quede uno, rebelde y desubicado, suspendido entre el plato y la boca. Que alguien hable mucho de mí. No encontrar asiento en el tren cuando tengo que viajar a Glew. Los pulóveres de lana. Y, aunque hasta ese momento no lo sabía, la invitación —desfachatada, audaz y comercial— de mi vecina del tercero.
Me acababa de poner el shampoo de manzana. Le dije bueno, perfecto, yo soy Federico, el gusto es mío y metí la cabeza debajo de la ducha y me saqué el shampoo, rápido como si se hubiese apagado el calefón y el agua estuviera helada. Y dije bueno, me voy yendo que ya terminé de bañarme y tengo que salir que me esperan.
—¡Dale! ¡Nos vemos!
Cerré la ducha. Corrí la cortina y agarré la toalla verde que estaba sobre el banquito. La nube de vapor se fue disolviendo de a poco. Salí de la bañera tratando de hacer el menor ruido posible. Alrededor de mis pies, en el piso, se formaron dos manchas de agua tibia. Bajé la tabla del inodoro y me quedé sentado, con la toalla verde sobre los hombros, en silencio, escuchando atento cómo se bañaba Claudia, la puta, mi vecina del tercero.
—¿Te estás por bañar?
Lo dije de golpe. Lo pensé: en voz alta y en segunda persona.
Sé cuándo me pongo colorado. Lo siento. Siento una especie de calor que me sube por el cuello y se me enrosca en la cara y que puedo verificar segundos después. Siempre, alguien, como si fuese necesario que yo lo supiera, dice: “estás todo colorado”.
Escuché una risa.
—¿Quién sos? —dijo. Una voz rara. Putona (o tal vez prejuzgué). Rara.
—El de abajo. El que te oye coger.
Volví a escuchar la risa.
—¿Grito mucho? —preguntó.
—Bastante. Pero me gusta, eh. ¿Está linda el agua?
Abrí la ducha y no escuché lo que respondió. Volví a preguntar. En voz más alta: ¿Está linda el agua?
—Sí, está linda.
—...
—Bueno, cuando quieras subí y nos conocemos. Soy Claudia. Un gusto.
Y otra vez la risa.
Hay pocas cosas que me ponen incómodo. El ruido de dos carbones al rozarse. Cenar tallarines con tuco, en la casa de alguien con quien no tengo confianza, sin cuchara ni cuchillo y tener que enroscar los fideos largos y dar vueltas y vueltas y vueltas con el tenedor para evitar que quede uno, rebelde y desubicado, suspendido entre el plato y la boca. Que alguien hable mucho de mí. No encontrar asiento en el tren cuando tengo que viajar a Glew. Los pulóveres de lana. Y, aunque hasta ese momento no lo sabía, la invitación —desfachatada, audaz y comercial— de mi vecina del tercero.
Me acababa de poner el shampoo de manzana. Le dije bueno, perfecto, yo soy Federico, el gusto es mío y metí la cabeza debajo de la ducha y me saqué el shampoo, rápido como si se hubiese apagado el calefón y el agua estuviera helada. Y dije bueno, me voy yendo que ya terminé de bañarme y tengo que salir que me esperan.
—¡Dale! ¡Nos vemos!
Cerré la ducha. Corrí la cortina y agarré la toalla verde que estaba sobre el banquito. La nube de vapor se fue disolviendo de a poco. Salí de la bañera tratando de hacer el menor ruido posible. Alrededor de mis pies, en el piso, se formaron dos manchas de agua tibia. Bajé la tabla del inodoro y me quedé sentado, con la toalla verde sobre los hombros, en silencio, escuchando atento cómo se bañaba Claudia, la puta, mi vecina del tercero.
Wednesday, August 8, 2007
Monday, August 6, 2007
Reunión de consorcio
No soporto las reuniones de consorcio. Quizás porque vivo acá desde chico: nunca me mudé y las vecinas viejas me tratan como si siempre tuviera ganas de sentarme junto a ellas y oír lo interesante que son sus vidas. O tal vez porque se trata de reunirse en el palier para transformarlo, aunque sea por unos minutos, de lugar de paso a lugar social y turnarse y decir cosas que los otros no escuchan y que quedarán flotando entre la puerta de entrada, el ascensor y las escaleras.
No conozco persona que viva en un edificio y que crea que dichas reuniones son productivas. Sinceramente no sé para qué la gente va. Yo no suelo ir. Pero, debo admitirlo, ayer fui el primero.
Llegué temprano. Siete menos diez, aunque era a las siete. Y me senté en la escalera. A esperar. Diez minutos. Primero llegó la señora del octavo B, la esposa del ex encargado del edificio que se robó diez mil pesos. Después, una de las viejas de vida interesante y luego los demás.
Yo fui para verla a ella, para conocerla, pero no apareció. Me enteré que la mujer del décimo se pelea mucho con el marido, que el pibe del tercero va al Colegio Carlos Pellegrini y que, según la madre, mantiene un promedio tan alto que “hasta las maestras se sorprenden”, que a la viuda del quinto C le robaron un corpiño negro de la terraza, que la cumbia del hijo de la peluquera que vive entre el sexto y el séptimo molesta a gran parte del edificio y que si el perro de la chica del once A no deja de ladrar en agudo el señor del once B le va a mandar una carta documento con copia al consorcio, pero ella no apareció.
También tuve que votar. Levanté la mano algunas veces: a favor de que el consorcio pagara el arreglo de las paredes húmedas y descascaradas del baño del viejo del noveno C. En contra de que el consorcio echara al portero, Juan Cavanastro, por "dar vueltas y vueltas sin limpiar absolutamente nada". Y de nuevo a favor, cuando se propuso reponer la baranda de la entrada. Hubo varias mociones y, en todas, algunas a favor otras en contra, levanté la mano. Pero ella no apareció.
Me fui expectante. Ansioso y a la vez enojado: por haber sido partícipe del conventillo entre vecinos y no haber podido conocerla. Me sorprendió que nadie la mencionara, que nadie dijese: "no puedo dormir porque coge y grita como si cabalgara desnuda sobre un caballo desbocado".
Por ahí no lo toman como una molestia: les gusta excitarse con sus exclamaciones y escucharla tratando de adivinar qué dirá a continuación. Pensé en proponer el tema pero callé porque sabía que la iba a comprometer. Me extrañó que nadie dijera nada... Hasta dude de si...
Supongo que en la semana subiré y le tocaré el timbre. Para ver si es real. Para comprobar si existe. Para conocer el resto del cuerpo de esa voz que gime por las noches y me condiciona a escribir, insomne, en este blog de sueños intranquilos.
No conozco persona que viva en un edificio y que crea que dichas reuniones son productivas. Sinceramente no sé para qué la gente va. Yo no suelo ir. Pero, debo admitirlo, ayer fui el primero.
Llegué temprano. Siete menos diez, aunque era a las siete. Y me senté en la escalera. A esperar. Diez minutos. Primero llegó la señora del octavo B, la esposa del ex encargado del edificio que se robó diez mil pesos. Después, una de las viejas de vida interesante y luego los demás.
Yo fui para verla a ella, para conocerla, pero no apareció. Me enteré que la mujer del décimo se pelea mucho con el marido, que el pibe del tercero va al Colegio Carlos Pellegrini y que, según la madre, mantiene un promedio tan alto que “hasta las maestras se sorprenden”, que a la viuda del quinto C le robaron un corpiño negro de la terraza, que la cumbia del hijo de la peluquera que vive entre el sexto y el séptimo molesta a gran parte del edificio y que si el perro de la chica del once A no deja de ladrar en agudo el señor del once B le va a mandar una carta documento con copia al consorcio, pero ella no apareció.
También tuve que votar. Levanté la mano algunas veces: a favor de que el consorcio pagara el arreglo de las paredes húmedas y descascaradas del baño del viejo del noveno C. En contra de que el consorcio echara al portero, Juan Cavanastro, por "dar vueltas y vueltas sin limpiar absolutamente nada". Y de nuevo a favor, cuando se propuso reponer la baranda de la entrada. Hubo varias mociones y, en todas, algunas a favor otras en contra, levanté la mano. Pero ella no apareció.
Me fui expectante. Ansioso y a la vez enojado: por haber sido partícipe del conventillo entre vecinos y no haber podido conocerla. Me sorprendió que nadie la mencionara, que nadie dijese: "no puedo dormir porque coge y grita como si cabalgara desnuda sobre un caballo desbocado".
Por ahí no lo toman como una molestia: les gusta excitarse con sus exclamaciones y escucharla tratando de adivinar qué dirá a continuación. Pensé en proponer el tema pero callé porque sabía que la iba a comprometer. Me extrañó que nadie dijera nada... Hasta dude de si...
Supongo que en la semana subiré y le tocaré el timbre. Para ver si es real. Para comprobar si existe. Para conocer el resto del cuerpo de esa voz que gime por las noches y me condiciona a escribir, insomne, en este blog de sueños intranquilos.
Friday, August 3, 2007
Saturday, July 28, 2007
Cumpleaños
Ayer, mi sobrina Nara cumplió años. Nara es la hija de mi hermana y cumplió seis. Mi hermana, algunos de ustedes la conocen, es artista plástica, se divorció hace ochos meses y vive en un PH en Balvanera donde también tiene el taller. “Hay demasiadas herramientas y si un chico se llega a lastimar se arma un quilombo terrible”, dijo como excusa para pedirme el departamento y festejar acá el cumpleaños de Nara. “Si decís que no, te va a odiar”, agregó después en una clara actitud manipuladora. Y yo, debo aceptarlo, no me negué.
El primero de los chicos llegó a las ocho y media. Hijo de padres obsesivos y puntuales, llevaba una gorrita verde con logo Puma en blanco brillante. “Ridículo” es una palabra muy dura para describir a un nene de seis años. No voy a usarla.
Al rato vinieron los demás. Ocho en total.
La vecina empezó a coger nueve y media. Ella empezó a coger, el tipo que la acompañaba no. El tipo bufaba. Exhalaba quejidos lastimeros como si quisiese dejar claro que el acto sexual era fonético, no físico. Cuando amenazó a la vecina con hacerla sangrar, mi hermana me miró, creo que con bronca. Dos de los nenes abrieron grandes los ojos. Nara aplaudía. Una chiquita gorda se puso a llorar. Mi hermana prendió la radio.
No me atrevería a decir que el salmo del locutor brasilero era más violento que los gemidos del tipo, pero hablaba muy fuerte y los chicos se asustaron. Eso seguro. De los ocho, lloraban seis. Lo sé porque mientras mi hermana trataba de equilibrar la situación los conté uno por uno. Nara: las manos sobre las orejas, la boca bien abierta. Me dio pena, mucha pena, y apagué la radio.
Y entonces ella, mi vecina, gritó. Estertórea, seca. Increíblemente clara. “Metémela toda hijo de puta”.
Después de unos segundos de silencio, mi hermana fue a la cocina y trajo la torta rogel. Con fósforos prendimos las seis velitas. Pedí atención, apagué las luces. Mientras la mayoría cantaba --sé que uno de los nenes le tiene miedo, terror, a la oscuridad-- escuché que arriba volvían a coger.
El primero de los chicos llegó a las ocho y media. Hijo de padres obsesivos y puntuales, llevaba una gorrita verde con logo Puma en blanco brillante. “Ridículo” es una palabra muy dura para describir a un nene de seis años. No voy a usarla.
Al rato vinieron los demás. Ocho en total.
La vecina empezó a coger nueve y media. Ella empezó a coger, el tipo que la acompañaba no. El tipo bufaba. Exhalaba quejidos lastimeros como si quisiese dejar claro que el acto sexual era fonético, no físico. Cuando amenazó a la vecina con hacerla sangrar, mi hermana me miró, creo que con bronca. Dos de los nenes abrieron grandes los ojos. Nara aplaudía. Una chiquita gorda se puso a llorar. Mi hermana prendió la radio.
No me atrevería a decir que el salmo del locutor brasilero era más violento que los gemidos del tipo, pero hablaba muy fuerte y los chicos se asustaron. Eso seguro. De los ocho, lloraban seis. Lo sé porque mientras mi hermana trataba de equilibrar la situación los conté uno por uno. Nara: las manos sobre las orejas, la boca bien abierta. Me dio pena, mucha pena, y apagué la radio.
Y entonces ella, mi vecina, gritó. Estertórea, seca. Increíblemente clara. “Metémela toda hijo de puta”.
Después de unos segundos de silencio, mi hermana fue a la cocina y trajo la torta rogel. Con fósforos prendimos las seis velitas. Pedí atención, apagué las luces. Mientras la mayoría cantaba --sé que uno de los nenes le tiene miedo, terror, a la oscuridad-- escuché que arriba volvían a coger.
Friday, July 27, 2007
Friday, July 20, 2007
Wednesday, July 18, 2007
Hoy no cogió
Al menos, no en su casa. Pienso adónde estará. No puedo dormir. Escribo. Por suerte, siempre encuentro alguna excusa. Esta vez, la excusa es Fogwill.
El tipo nada despacio. Boca arriba, lento. Mueve el brazo derecho. Floto en el lugar. Mueve el brazo izquierdo. Espero. Estamos solos en el segundo carril de la pileta del club Almagro: el viejo y yo. Lo paso por el costado. Él sigue tranquilo. Malla negra, antiparras oscuras, bigote finito y canoso; lo conozco. Llego al borde. Vuelta en el lugar, empujo con los pies. Me lo cruzo de vuelta. Me parece que es Fogwill.
Ahora, cambio el ritmo: busco coincidir en sus descansos, mirarlo para descubrir si la cara es la que vi anteayer en la solapa de “Restos Diurnos”. Foto en blanco y negro, varios años menos.
Se apoya en la pared, se saca las antiparras, resopla con fuerza. Me quedo al lado, en silencio. Lo oigo murmurar.
— Disculpe. ¿Dijo algo?
— No. Hablaba solo.
— ¿Usted es Fogwill?
— Sí. Por eso hablo solo.
Y justo esa semana había estado tratando de ubicarlo para averiguar si daba cursos de escritura. Dice que no, “no por ahora”, pero está esperando que salga la ley del mecenazgo para presentar un proyecto y hacer una especie de instituto con talleristas y becas. Me pregunta adónde escribo; comenta que lee Ñ:”Es una mierda, pero a veces me nombran”.
Volvemos a lo nuestro. Nos sumergimos: él primero, yo atrás. Lo paso de nuevo: ahora con respeto.
***
Me pregunto qué piensa la gente cuando nada. Tengo un amigo que cuenta los largos en alemán, según dice, para no confundirse en el número. No sé en qué pensaría Fogwill, yo me imaginé cómo empezaría su necrológica. “El tipo nadaba despacio. Boca arriba, lento”.
Es de mal gusto hablar de la necrológica de una persona viva. Y generalmente lo que produce mal gusto, también tiene mal olor. Fogwill detecta rápido los olores.
— ¿Vos comiste un caramelo rojo? — dice en otro descanso.
— ¿Eh?
— Nada. No importa..
— Comí un caramelo de frutilla —comento sin entender cómo carajo se habrá dado cuenta. Salí de mi casa hace una hora y media. Compré dos sugus en el kiosco, caminé ocho cuadras, nadé cuarenta minutos y no estaba tan cerca de él como para que pudiera sentirme el aliento.
— Sí. En el aire hay olor a acidulante de frutilla o de frambuesa. Debe ser tu transpiración. Si me das un minuto te digo la marca…
—...
— Suchard.
— Era sugus en realidad.
— Bueno. Da igual: los hace Arcor en la misma fábrica. Cerca de Mercedes.
Se sumerge y nada. Nada más hasta un rato después que me lo encuentro en el vestuario. Le pregunto si está al tanto de la jubilación para escritores. Putea. ¿Quién decide cuál es escritor y cuál no?, dice y se pone a cantar una ópera. El pelado que se seca la axila con la toalla rosa lo mira con desconfianza. Sin prestarle atención, Fogwill comienza el soliloquio.
“Vos que decías lo de los olores, me hiciste acordar. El otro día me estaba cogiendo una mina. Una flaca que viaja mucho por laburo. Azafata es.
Le estaba chupando la concha. En un momento le pregunto: ¿Comiste cilantro? La piba no entendía nada. No sabía qué era el cilantro. Me dice que no, que por ir y venir, por los viajes, sólo había estado picando boludeces.
Vos conocés el Cilantro, ¿no? Un condimento marrón que se usa en la comida peruana. Bueno, pero me dice: lo último fue arroz, aunque ayer a la mañana, en el aeropuerto.
¿Arroz solo?, pregunto. No, con una cosa marrón arriba.
¿Ves? Yo a una mina le chupo la concha y puedo decirte qué comió el día anterior”.
Se ríe con ganas. Termino de vestirme. Lo saludo y salgo del vestuario.
Días después, releo Restos diurnos: los personajes, el hincapié en los olores.
“Beso largo. Tierno y sensual, sabor a pepinos, cafè, torta de ciruela”.
El tipo nada despacio. Boca arriba, lento. Mueve el brazo derecho. Floto en el lugar. Mueve el brazo izquierdo. Espero. Estamos solos en el segundo carril de la pileta del club Almagro: el viejo y yo. Lo paso por el costado. Él sigue tranquilo. Malla negra, antiparras oscuras, bigote finito y canoso; lo conozco. Llego al borde. Vuelta en el lugar, empujo con los pies. Me lo cruzo de vuelta. Me parece que es Fogwill.
Ahora, cambio el ritmo: busco coincidir en sus descansos, mirarlo para descubrir si la cara es la que vi anteayer en la solapa de “Restos Diurnos”. Foto en blanco y negro, varios años menos.
Se apoya en la pared, se saca las antiparras, resopla con fuerza. Me quedo al lado, en silencio. Lo oigo murmurar.
— Disculpe. ¿Dijo algo?
— No. Hablaba solo.
— ¿Usted es Fogwill?
— Sí. Por eso hablo solo.
Y justo esa semana había estado tratando de ubicarlo para averiguar si daba cursos de escritura. Dice que no, “no por ahora”, pero está esperando que salga la ley del mecenazgo para presentar un proyecto y hacer una especie de instituto con talleristas y becas. Me pregunta adónde escribo; comenta que lee Ñ:”Es una mierda, pero a veces me nombran”.
Volvemos a lo nuestro. Nos sumergimos: él primero, yo atrás. Lo paso de nuevo: ahora con respeto.
***
Me pregunto qué piensa la gente cuando nada. Tengo un amigo que cuenta los largos en alemán, según dice, para no confundirse en el número. No sé en qué pensaría Fogwill, yo me imaginé cómo empezaría su necrológica. “El tipo nadaba despacio. Boca arriba, lento”.
Es de mal gusto hablar de la necrológica de una persona viva. Y generalmente lo que produce mal gusto, también tiene mal olor. Fogwill detecta rápido los olores.
— ¿Vos comiste un caramelo rojo? — dice en otro descanso.
— ¿Eh?
— Nada. No importa..
— Comí un caramelo de frutilla —comento sin entender cómo carajo se habrá dado cuenta. Salí de mi casa hace una hora y media. Compré dos sugus en el kiosco, caminé ocho cuadras, nadé cuarenta minutos y no estaba tan cerca de él como para que pudiera sentirme el aliento.
— Sí. En el aire hay olor a acidulante de frutilla o de frambuesa. Debe ser tu transpiración. Si me das un minuto te digo la marca…
—...
— Suchard.
— Era sugus en realidad.
— Bueno. Da igual: los hace Arcor en la misma fábrica. Cerca de Mercedes.
Se sumerge y nada. Nada más hasta un rato después que me lo encuentro en el vestuario. Le pregunto si está al tanto de la jubilación para escritores. Putea. ¿Quién decide cuál es escritor y cuál no?, dice y se pone a cantar una ópera. El pelado que se seca la axila con la toalla rosa lo mira con desconfianza. Sin prestarle atención, Fogwill comienza el soliloquio.
“Vos que decías lo de los olores, me hiciste acordar. El otro día me estaba cogiendo una mina. Una flaca que viaja mucho por laburo. Azafata es.
Le estaba chupando la concha. En un momento le pregunto: ¿Comiste cilantro? La piba no entendía nada. No sabía qué era el cilantro. Me dice que no, que por ir y venir, por los viajes, sólo había estado picando boludeces.
Vos conocés el Cilantro, ¿no? Un condimento marrón que se usa en la comida peruana. Bueno, pero me dice: lo último fue arroz, aunque ayer a la mañana, en el aeropuerto.
¿Arroz solo?, pregunto. No, con una cosa marrón arriba.
¿Ves? Yo a una mina le chupo la concha y puedo decirte qué comió el día anterior”.
Se ríe con ganas. Termino de vestirme. Lo saludo y salgo del vestuario.
Días después, releo Restos diurnos: los personajes, el hincapié en los olores.
“Beso largo. Tierno y sensual, sabor a pepinos, cafè, torta de ciruela”.
Thursday, July 12, 2007
Madrugada
Tengo una vecina puta. No la conozco pero sé que es puta. No puta en el sentido metafórico de la palabra, de ésas a las que les gusta coger una vez y otra vez y otra vez y otra vez con muchos distintos. Puta en el sentido literal, antiguo y abarcativo. Porque ésta, además de coger una vez y otra vez y otra vez y otra vez, cobra. El problema no es que cobre. Ni tampoco que coja una vez y otra vez y otra vez y otra vez. El problema es que lo haga, todas las noches, varias veces, sobre una cama desvencijada en un dormitorio encima del mío.
Dicen que dormidos todo el tiempo soñamos. Hace un rato yo estaba soñando. No sé qué soñaba, tampoco importa. Dormía, soñaba y escuché el gemido. Un grito ahogado, orgásmico, seco. Y un golpeteo. Una cama sobre una pared, se me ocurrió aunque bien podría haber sido una pierna de madera rebotando en el piso. Ella gemía. Como sólo ella puede gemir. Como gime una vecina desconocida a las tres de la mañana cuando el que la oye está solo y piensa que la que grita es actriz porno o tiene menos de treinta años.
Sé que es trillado no poder dormir por el gemido de una vecina. Un lugar común, como les dicen a los lugares como su cama por la que pasan cuatro o cinco flacos por noche. Pero lo sufro.
A veces pienso en subir y tocarle el timbre, pedirle que grite en voz baja, que acolche las paredes o que, al menos, no simule estar muriendo atravesada por un pene. Incluso he analizado pagarle para coger y sacarme las ganas, pero sería peor.
Duermo de a ratos: en las conversaciones iniciales con los clientes (monótonas y repetidas), mientras fuma un cigarrillo o cuando se baña, después de despedir a su amante ocasional y cerrar la puerta de entrada. Duermo de a ratos. Duermo quince o veinte minutos y luego la escucho. Oigo su voz de nena que pide más, que indica así o que preocupada pregunta qué pasó. Escucho y me levanto, preparo un té, prendo la computadora y desde hoy, desde esta madrugada sexual para otros literaria para mí, escribo algunas palabras insomnes en mi blog.
Dicen que dormidos todo el tiempo soñamos. Hace un rato yo estaba soñando. No sé qué soñaba, tampoco importa. Dormía, soñaba y escuché el gemido. Un grito ahogado, orgásmico, seco. Y un golpeteo. Una cama sobre una pared, se me ocurrió aunque bien podría haber sido una pierna de madera rebotando en el piso. Ella gemía. Como sólo ella puede gemir. Como gime una vecina desconocida a las tres de la mañana cuando el que la oye está solo y piensa que la que grita es actriz porno o tiene menos de treinta años.
Sé que es trillado no poder dormir por el gemido de una vecina. Un lugar común, como les dicen a los lugares como su cama por la que pasan cuatro o cinco flacos por noche. Pero lo sufro.
A veces pienso en subir y tocarle el timbre, pedirle que grite en voz baja, que acolche las paredes o que, al menos, no simule estar muriendo atravesada por un pene. Incluso he analizado pagarle para coger y sacarme las ganas, pero sería peor.
Duermo de a ratos: en las conversaciones iniciales con los clientes (monótonas y repetidas), mientras fuma un cigarrillo o cuando se baña, después de despedir a su amante ocasional y cerrar la puerta de entrada. Duermo de a ratos. Duermo quince o veinte minutos y luego la escucho. Oigo su voz de nena que pide más, que indica así o que preocupada pregunta qué pasó. Escucho y me levanto, preparo un té, prendo la computadora y desde hoy, desde esta madrugada sexual para otros literaria para mí, escribo algunas palabras insomnes en mi blog.
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