Sunday, June 29, 2008

Una palabra

Mientras dormía, se me clavó en el oído una palabra.

Desperté asustado; qué querría decir esa palabra.

No pude escucharla. La sentí moverse inquieta, deslizarse por los conductos de la oreja, dar vueltas sobre sí misma.

Me hizo cosquillas; tuve escalofríos. Me dio gracia; temí volverme loco de repente.

Qué querría decir esa palabra.

Moví la cabeza, como cuando salgo de la pileta con los oídos tapados de agua clorada. Pero no sirvió.

Pregunté si no sería un bicho, una mosca imprudente, un mosquito. Respondí, es sólo una palabra de siete letras, tres sílabas.

Me levanté, prendí la luz, fui al baño, me miré en el espejo. No vi otra cosa que las marcas, dos ojeras negras y pronunciadas, bajo los ojos acuosos. Resignado, volví a la cama.

Me reconfortó pensar que, tal vez, la palabra formara parte de un poema. Un poema anónimo que, de a poco, se esté escribiendo dentro de mi oreja. Un poema, quizás surrealista, tal vez visceral, que se completará, de forma inaudible, en cuanto cierre los ojos y vuelva a dormir.

Tuesday, June 24, 2008

Seducido

La escritura tiene mucho de seducción.

Y cuando uno está seducido, cuando se deja llevar, se relaja y, casi, no lee. Sólo disfruta, pasa los ojos, disfruta, por encima de las letritas.


"Así que le regalé un par de pantalones viejos, que le iban tal vez un poco demasiado ajustados pero que le encantaron, tres camisas nuevas que mi mamá me había comprado hacía poco y una noche, después de salir del trabajo, fui hasta una zapatería y le compré unas botas".

Roberto Bolaño. Los detectives salvajes.

Wednesday, June 11, 2008

Nadar




Dejo el carné, así, sin “t” como indica la Real Academia Española, en la mesa donde suele estar la gorda, morocha, risa fácil, que atiende y, de vez en cuando, se fija si la revisación está vencida y sí, siempre está vencida, pero no importa, los carnés se apilan sin que nadie, menos la gorda morocha de risa fácil que pasa el tiempo hablando con el guardavidas, los controle.

Bajo las escaleras, las ojotas blancas hacen un ruido raro al tocar los escalones húmedos. Dejo la toalla sobre el caño, me descalzo. Las ojotas blancas quedan cerca de otras ojotas, pero verdes y de nene. Llevo las antiparras negras, camino unos pasos, en el borde me agacho. Siempre entro a la pileta por la parte profunda. A pesar de que todos entran por la parte baja, no encuentro motivos para cambiar así que sigo como empecé, entrando por la parte profunda. Nadie me dice nada, el guardavidas habla con la gorda morocha que no revisa los carnés.

Me tiro. El agua está entre tibia y fría, pero la sensación al sumergirme supera cualquier análisis de temperatura. En posición vertical, muevo las piernas como las movería una rana en caso de querer ponerse antiparras y, para no ser menos que un simple batracio, me pongo, yo también, los anteojos, acuáticos y sin aumento.

Me impulso con los pies, empujo la pared de venecitas celestes y nado, muevo los brazos y las piernas en forma circular, pienso, nunca me olvido: la parte baja corresponde a largos impares, mientras que la profunda, donde nunca hay nadie, a la de números divisibles por dos.

Nado y nado y nado pero no me canso como me cansa correr, nado pecho, aunque en un momento me aburro o me falta el aire y tengo que parar, suelo hacerlo en la parte profunda, donde nadie para y estoy solo y puedo agarrarme del borde, meter la cabeza, soplar y ver las burbujas subir a la superficie, como si el agua de la pileta hirviera o el cloro reaccionase, mediante compleja combustión, con la saliva de mi boca.

Quizás sea la hora en la que voy, tal vez la época del año, no muchos nadan conmigo. De vez en cuando, una vieja, agarrada a un salvavidas, flota vegetal y simula ser un camalote que obstruye el camino entre la parte baja y la de los números divisibles por dos.

Voy, vengo y cuento los largos como si ese número, sesenta, ochenta, cien, importara para algo más que para poder decir, al final del recorrido, hoy, viernes seis de junio, nadé, en total, unos dos mil quinientos metros. Cuento los largos y trato de no equivocarme, como si llegar a un número divisible por diez fuera una especie de proeza, hazaña o meta a cumplir. Creo, lo decido ahora, mientras escribo, que la próxima vez, luego de ir y venir entre la parte baja y la de los números divisibles por dos, terminaré el recorrido obviando el exacto e infalible sistema decimal.

Saturday, June 7, 2008

Hoy

“Para mí: cuanto más regalos te llegan, peor periodista sos.

Aunque, ojo, eso no quiere decir que si recibís pocos seas bueno”.


Apreciación periodística: viernes por la tarde, redacción zonal.

Monday, June 2, 2008

El hombre que inventó el celofán

*Por García Márquez


En Zurich, a los 82 años de edad, acaba de morir uno de los grandes benefactores de la humanidad: Jacques Edwin Brandenberg, químico suizo, inventor del papel celofán. Como homenaje a él, eliminamos emocionadamente las comillas y escribimos: papel celofán, sin las muletas que le han servido a esta palabra para transitar por el idioma castellano, cuyos académicos envueltos en papel celofán, no se han dignado entregar las cartas credenciales a su propia envoltura.

Jacques Edwin Brandenberg ha muerto, sin pensar acaso que a él debe la humanidad algo más poético que una sustancia impermeable. Su hermosa imaginación de sabio interesado en encontrar una luminosa materia que sirviera para envolver los bombones, descubrió el maravilloso secreto para civilizar el vidrio. Tal vez los académicos de la lengua castellana hayan tenido razón al vacilar en la legitimación del papel celofán, porque acaso el celofán no sea papel sino sencillamente vidrio; vidrio dócil, manso, domesticado, puesto al alcance de las manos y la imaginación de los niños.

No se puede concebir que alguien haya inventado el papel celofán sin relacionar automáticamente ese invento con una mentalidad infantil. Sólo la curiosidad de ver el interior de las cosas, de conocer el contenido de los aguinaldos sin necesidad de estropear su envoltura, pudo sugerir a un sabio suizo la idea de que los objetos fueran envueltos en vidrio, que era la única manera de conservar en ellos el hermoso atractivo que tenían en los escaparates, antes de ser comprados. No es posible pensar en la utilidad y al mismo tiempo en el papel celofán. Esto último es la fantasía, una necesidad de juguete que permite llevarse a casa los objetos con vitrina y todo, como lo soñaron los niños de todo el mundo antes de que se inventara el papel celofán.

Por eso Jacques Edwin Brandenberg es una gloria de la humanidad. Por haber creado una útil y muy higiénica realidad de mentirijillas, al lado de la realidad verdadera que sirve para muchas cosas menos para que sean más bellos los bombones. El autor de semejante prodigio, muerto ayer, merece que su cadáver sea conservado a la vista de las generaciones futuras, no en un suntuoso ataúd de cedro, sino en una transparente, impermeable y gloriosa envoltura de papel celofán.