Saturday, August 18, 2007

Y si subo y está despierta y me abre

Esta mañana pensé por qué no subo, toco el timbre y me dejo de joder.

Suelo pensar a la mañana. Apenas abro los ojos: o me quedo quieto y trato de volver al sueño, intentando recordar las caras y los gestos de los personajes como si el despertar hubiera sido un pequeño error de la conciencia. O los abro rápido, como un buceador que saca la cabeza afuera en busca de una bocanada salvadora.

Es sólo un piso. Y miré el reloj pero supuse que a esa hora, a las diez menos cuarto de un sábado de agosto, las putas duermen, cansadas por el galope de la noche anterior.

Aunque si subo y está despierta y me abre. Hola Claudia, soy Federico, el vecino de abajo, te conozco la voz, la risa, los orgasmos aunque no sabía de qué color tenés los ojos y vine a averiguar. No. Encontrarse con una puta para ver de qué color tiene los ojos, suena inverosímil.

Aunque yo lo haría. No me parece idiota, ni cursi, ni raro: lo más importante es la mirada. Pero ella no me creería.


Sí. Voy a subir. Pero no en pijama.


Así que me levanto, voy al baño, lavabo, dentífrico de menta suave, cepillo, muestro los dientes y froto.

Agua fría en la cara, toalla azul con manchas de lavandina, inodoro, pis casi transparente y achatado del pelo con las manos, en ese orden, como si fuera una violenta sucesión de fotogramas de Tom Tykwer. Y busco una remera roja, me saco el buzo cuadrillé y vuelvo al baño para agarrar el desodorante olvidado entre la botella de alcohol y la crema de afeitar.

De desayuno, té. Té y mirar por la ventana de la cocina hacia arriba: el día frío, húmedo, gris y su persiana, baja, medio rota y una sensación indescriptible de placer como cuando hacés algo que, sabés, no se puede, pero te gusta y transgredís.

Tuesday, August 14, 2007

Ayer le hablé

Mi baño tiene un respirador. El respirador es una especie de rejita que da al hueco donde se junta el aire que circula por cada uno de los baños del edificio. Además de aire y olor, por la cercanía de las paredes y por la calidad del material con que están hechas, en ese lugar también se junta ruido. Ruido y sonido: por ejemplo, el del agua de ducha que cae sobre la bañera. Por ejemplo, el del agua de su ducha justo cuando yo estaba por abrir la mía, en una de esas casualidades que hacen que lo que narro parezca mentira, pura ficción o un relato inverosímil inspirado en fragmentos, pequeños y exagerados, de eso a lo que llaman realidad.

—¿Te estás por bañar?

Lo dije de golpe. Lo pensé: en voz alta y en segunda persona.

Sé cuándo me pongo colorado. Lo siento. Siento una especie de calor que me sube por el cuello y se me enrosca en la cara y que puedo verificar segundos después. Siempre, alguien, como si fuese necesario que yo lo supiera, dice: “estás todo colorado”.

Escuché una risa.

—¿Quién sos? —dijo. Una voz rara. Putona (o tal vez prejuzgué). Rara.

—El de abajo. El que te oye coger.

Volví a escuchar la risa.

—¿Grito mucho? —preguntó.

—Bastante. Pero me gusta, eh. ¿Está linda el agua?

Abrí la ducha y no escuché lo que respondió. Volví a preguntar. En voz más alta: ¿Está linda el agua?

—Sí, está linda.

—...

—Bueno, cuando quieras subí y nos conocemos. Soy Claudia. Un gusto.

Y otra vez la risa.

Hay pocas cosas que me ponen incómodo. El ruido de dos carbones al rozarse. Cenar tallarines con tuco, en la casa de alguien con quien no tengo confianza, sin cuchara ni cuchillo y tener que enroscar los fideos largos y dar vueltas y vueltas y vueltas con el tenedor para evitar que quede uno, rebelde y desubicado, suspendido entre el plato y la boca. Que alguien hable mucho de mí. No encontrar asiento en el tren cuando tengo que viajar a Glew. Los pulóveres de lana. Y, aunque hasta ese momento no lo sabía, la invitación —desfachatada, audaz y comercial— de mi vecina del tercero.

Me acababa de poner el shampoo de manzana. Le dije bueno, perfecto, yo soy Federico, el gusto es mío y metí la cabeza debajo de la ducha y me saqué el shampoo, rápido como si se hubiese apagado el calefón y el agua estuviera helada. Y dije bueno, me voy yendo que ya terminé de bañarme y tengo que salir que me esperan.

—¡Dale! ¡Nos vemos!

Cerré la ducha. Corrí la cortina y agarré la toalla verde que estaba sobre el banquito. La nube de vapor se fue disolviendo de a poco. Salí de la bañera tratando de hacer el menor ruido posible. Alrededor de mis pies, en el piso, se formaron dos manchas de agua tibia. Bajé la tabla del inodoro y me quedé sentado, con la toalla verde sobre los hombros, en silencio, escuchando atento cómo se bañaba Claudia, la puta, mi vecina del tercero.

Wednesday, August 8, 2007

La ventana de su pieza




Vista desde la cocina de mi casa.

Monday, August 6, 2007

Reunión de consorcio

No soporto las reuniones de consorcio. Quizás porque vivo acá desde chico: nunca me mudé y las vecinas viejas me tratan como si siempre tuviera ganas de sentarme junto a ellas y oír lo interesante que son sus vidas. O tal vez porque se trata de reunirse en el palier para transformarlo, aunque sea por unos minutos, de lugar de paso a lugar social y turnarse y decir cosas que los otros no escuchan y que quedarán flotando entre la puerta de entrada, el ascensor y las escaleras.

No conozco persona que viva en un edificio y que crea que dichas reuniones son productivas. Sinceramente no sé para qué la gente va. Yo no suelo ir. Pero, debo admitirlo, ayer fui el primero.

Llegué temprano. Siete menos diez, aunque era a las siete. Y me senté en la escalera. A esperar. Diez minutos. Primero llegó la señora del octavo B, la esposa del ex encargado del edificio que se robó diez mil pesos. Después, una de las viejas de vida interesante y luego los demás.

Yo fui para verla a ella, para conocerla, pero no apareció. Me enteré que la mujer del décimo se pelea mucho con el marido, que el pibe del tercero va al Colegio Carlos Pellegrini y que, según la madre, mantiene un promedio tan alto que “hasta las maestras se sorprenden”, que a la viuda del quinto C le robaron un corpiño negro de la terraza, que la cumbia del hijo de la peluquera que vive entre el sexto y el séptimo molesta a gran parte del edificio y que si el perro de la chica del once A no deja de ladrar en agudo el señor del once B le va a mandar una carta documento con copia al consorcio, pero ella no apareció.


También tuve que votar. Levanté la mano algunas veces: a favor de que el consorcio pagara el arreglo de las paredes húmedas y descascaradas del baño del viejo del noveno C. En contra de que el consorcio echara al portero, Juan Cavanastro, por "dar vueltas y vueltas sin limpiar absolutamente nada". Y de nuevo a favor, cuando se propuso reponer la baranda de la entrada. Hubo varias mociones y, en todas, algunas a favor otras en contra, levanté la mano. Pero ella no apareció.


Me fui expectante. Ansioso y a la vez enojado: por haber sido partícipe del conventillo entre vecinos y no haber podido conocerla. Me sorprendió que nadie la mencionara, que nadie dijese: "no puedo dormir porque coge y grita como si cabalgara desnuda sobre un caballo desbocado".

Por ahí no lo toman como una molestia: les gusta excitarse con sus exclamaciones y escucharla tratando de adivinar qué dirá a continuación. Pensé en proponer el tema pero callé porque sabía que la iba a comprometer. Me extrañó que nadie dijera nada... Hasta dude de si...

Supongo que en la semana subiré y le tocaré el timbre. Para ver si es real. Para comprobar si existe. Para conocer el resto del cuerpo de esa voz que gime por las noches y me condiciona a escribir, insomne, en este blog de sueños intranquilos.

Friday, August 3, 2007

Un fotograma




Cinco obstrucciones (Lars Von Trier)