Monday, February 22, 2010

A las horas más intempestivas



A partir de ese día y de esa noche no pasaba una semana sin que se llamaran regularmente, los cuatro, sin reparar en la cuenta telefónica y en ocasiones a las horas más intempestivas.

A veces era Liz Norton la que llamaba a Espinoza y le preguntaba por Morini, con quien había hablado el día anterior y a quien había notado un poco depresivo. Ese mismo día Espinoza telefoneaba a Pelletier y le informaba que según Norton la salud de Morini había empeorado, a lo que Pelletier respondía llamando de inmediato a Morini, preguntándole sin ambages por el estado de su salud, riéndose con él (pues Morini procuraba nunca hablar en serio sobre este tema), intercambiando algún detalle sin importancia sobre el trabajo, para después telefonear a la inglesa, a las doce de la noche, por ejemplo, tras dilatar el placer de la llamada con una cena frugal y exquisita y asegurarle que Morini, dentro de lo que cabía esperar, estaba bien, normal, estabilizado, y que aquello que Norton había tomado por depresión no era más que el estado natural del italiano, sensible a los cambios climáticos (tal vez en Turín hacía un mal día, tal vez Morini aquella noche había soñado vaya a uno a saber qué clase de sueño horrible), cerrando de tal manera un ciclo que al día siguiente o al cabo de dos días tornaba a recomenzar con una llamada de Morini a Espinoza, sin pretexto alguno, una llamada para saludarlo, simplemente, una llamada para hablar un rato, y que se consumía, indefectiblemente, en cosas sin importancia, observaciones sobre el clima (como si Morini y el mismo Espinoza estuvieran haciendo suyas algunas de las costumbres dialogales británicas), recomendaciones de películas, comentarios desapasionados sobre libros recientes, en fin, una conversación telefónica más bien soporífera o cuando menos desganada pero que Espinoza escuchaba con un raro entusiasmo o con cariño, en cualquier caso con civilizado interés, y que Morini desgranaba como si en ello se le fuera la vida, y a la que seguía, al cabo de dos días o de unas horas, una llamada más o menos en los mismos términos que Espinoza le hacía a Norton, y que ésta le hacía a Pelletier, y que éste devolvía a Morini, para volver a recomenzar, días después, trasmutada en un código hiperespecializado, significado y significante de Archimboldi, texto, subtexto y paratexto, reconquista de la territorialidad verbal y corporal en las páginas finales de Bistzius, que para el caso era lo mismo que hablar de cine o de los problemas del departamento de alemán o de las nubes que pasaban incesantes, de la mañana a la noche, por sus respectivas ciudades.

Roberto Bolaño, 2666.

Wednesday, February 17, 2010

Guiso de lentejas*



Los reclutas escuchan de pie. Hace frío. Son las seis y media de la tarde y aquí, a unos 700 metros de la cumbre del cerro Tronador, el sol empieza a ponerse. Sentado sobre una piedra, el encargado del curso del Comando Antártico Guillermo Aguilera pide atención y dice que va a dar una charla. “Somos una gran familia. Si nos enteramos que el familiar de alguien fallece, todos estamos tristes. Por más que ese alguien nos caiga mal, no vamos a poner la música fuerte”. Alguno asiente con la cabeza. El sigue. “Si nace el hijo de otro, estamos contentos. Compartimos la emoción. Ese día, en la Antártida, todos somos tíos”. Nadie habla. Sopla viento helado y las nubes tapan el pico del Tronador. “Si a mí no me gusta la cara de Coria, listo, quedó ahí. No voy y le digo a uno: che, no me gusta la cara de Coria, porque sino se empieza a generar mal clima, ¿entienden? Y allá el clima que generamos entre todos es importantísimo”. Llega un recluta rezagado, dice “permiso” y se suma, en silencio, a la escucha. “En la Antártida no es como acá, que uno come lo que paga. Acá, si tengo ganas de jamón, voy al supermercado y me compro un kilo, o dos. Allá, no. Allá, incluso, se comen cosas mucho más ricas, hay cocineros excelentes pero hay que aceptar lo que toca comer. Y digo esto porque una vez, en un desayuno, alguien bastante desubicado preguntó: ¿Por qué todas las mañanas con las tostadas en vez de manteca se come margarina?”.

Entre quienes escuchan hay 55 reclutas del Ejército y nueve de la Marina. Participan en el curso que el Comando Antártico da a oficiales y suboficiales que aspiran a pasar un año en el llamado continente blanco. Algunos dicen que buscan desafío; otros, conocer el intrigante paisaje; también están los que quieren escapar de la rutina (un carpintero cordobés me cuenta que desde hace años viene haciendo los mismos muebles) y los que ambicionan el prestigio y puntaje que la estadía en el inhóspito lugar les sumará al legajo. Todas estas motivaciones van acompañadas de la económica, un plus de $ 5,200 que, mes a mes, se les sumará al sueldo por trabajo de alto riesgo.

“Nosotros nos vamos. Pero tienen que tener en cuenta que las personas que se quedan acá deben seguir haciendo sus cosas. Entonces si uno llama al mediodía a su casa porque tiene ganas de hablar con su esposa, y no la encuentra no tiene que pensar, como suele pasarnos, dónde habrá ido, con quién estará. Porque ella se va a encargar de su trabajo, o de llevar a los chicos al colegio o al hospital. Ustedes tienen que estar tranquilos, sin maquinarse la cabeza. Lo mejor, allá en la Antártida, es trabajar. Porque si uno tiene tiempo libre, piensa, y si piensa mucho termina maquinando. Es difícil, pero con el tiempo uno encuentra la forma: hay que ordenar el destornillador para un lado y, meses después, ordenarlo para el otro”.


El curso dura casi ocho meses. En la primera etapa, teórica, se ven “los conocimientos para desplazarse, sobrevivir o brindar primeros auxilios en el continente Antártico”. Los alumnos aprenden técnicas de escalada, en roca y en hielo, a construir helipuertos, a hacer señales tierra aire y a mantener un refugio fuera de la base, entre otras tareas. La segunda etapa, durante la que transcurre esta nota, se realiza en el glaciar del cerro Tronador, en Bariloche. Acá, se pone en práctica lo aprendido en la fase anterior. Mañana, por ejemplo, los reclutas saldrán con sus cranpones a practicar cómo caminar en el hielo. Irán encordados en hileras de a cinco. Estarán atentos: si uno cae deberá gritar “caigo”. El resto se va a tirar al piso, clavará su piqueta en el hielo y se asegurará para tratar de impedir que todos terminen en el fondo de una grieta.

En la tercera etapa, en Buenos Aires, los reclutas van al aula para instruirse en historia, geografía, geología, climatología, biología, medio ambiente y hasta deontología antártica, a cargo de un cura. Luego viene el perfeccionamiento por especialidades: el cocinero aprende cómo administrar la comida que tiene, cómo calcular qué cantidad de fideos necesitará para una cena de 75 personas (a razón de 80 gramos por individuo, un total de 6 kilos), o cómo cocinar con huevos deshidratados (en la Antártida, tanto la yema, como la clara, vienen en polvo). Los mecánicos aprenden a arreglar motos sky y snowcats; los de comunicaciones cómo reparar una antena; hacen cursos de electrónica. Los enfermeros, de anestesia, odontología, laboratorio y cirugía. Los carpinteros, de construcción de trineos y de arreglo de todo lo que sea de madera. En resumen: las bases tienen que ser totalmente independientes. El entrenamiento se completa con jornadas, seminarios y conferencias; además de la parte física. Entre los reclutas, no hay soldados ni servicio de limpieza. Por turnos lavan ollas, platos y cubiertos.

“Sepan que durante un año no van a poder a hablar por teléfono para solucionar ningún problema. En la base van a estar aislados. Por ejemplo: la tarjeta de crédito. Denles un poder a sus esposas para que ellas puedan resolver las cosas desde acá”. Uno, de barba candado, pone cara de circunstancia: da a entender que quizás ésa sea una opción arriesgada. “Los que tienen deudas: cuidado. Si no las cancelan, es posible que al volver se encuentren con que sus familias hayan perdido la casa después de un proceso de hipoteca. Así que ahora, en cuanto lleguen a Buenos Aires, vayan solucionando estas cosas. Para que cuando viajemos, no surjan inconvenientes”.

Por año, el comando antártico recibe más de 600 solicitudes de todo el país. La preselección se hace en base al legajo y a los comentarios de los superiores. En septiembre y octubre se eligen a los que, en 2010, irán a algunas de las cuatro bases del ejército. Los instructores aclaran que terminar el curso no implica aprobarlo. Habrá que ver las notas. Quienes consigan el puntaje suficiente, se someterán a exámenes físicos y psicológicos. Alguien con problemas de corazón, no podrá viajar. Alguien que no esté psíquicamente equilibrado, tampoco. Un depresivo, en la Antártida, podría ser un problema enorme. Para sí mismo y para el grupo.

Luego de los exámenes, como medida preventiva, a todos los militares que viajan se les saca el apéndice. En junio, julio, los operan en el hospital militar. A los civiles que van les hacen firmar un papel donde se sugiere la extracción y, además de deslindar responsabilidades, se explica que operarse en la Antártida no es lo más seguro.

“La preparación mental es muy importante. Cuando uno está solo, piensa en los hijos, la familia, todo lo que dejamos en nuestras ciudades. Ahí es donde tiene que intervenir el grupo, actuar para levantarnos. La convivencia es difícil, es verdad. Hay distinta mentalidad, distintas edades, distintos pensamientos y ustedes vienen de provincias diferentes. Y el aislamiento maximiza los problemas. Algo que acá puede pasar desapercibido, allá puede transformarse en algo conflictivo. Pero hay que ser conscientes de por qué estamos ahí y, entonces, actuar en consecuencia”.

Más allá de las aptitudes que se evalúan en las prácticas, los instructores dicen que el trato de los reclutas con sus compañeros y superiores es fundamental para aprobar el curso. Solidaridad, respeto, compañerismo en esta selección pueden valer más que un excelente desempeño físico. Un año lejos de la familia y los amigos no es poca cosa.

“Ustedes tienen que hablar con sus esposas para que ellas entiendan la magnitud del viaje y sepan cómo transmitirles las cosas por teléfono. Porque si su hijo tienen un resfrío, o se lleva una materia, quizás es mejor que se lo cuenten a la vuelta. O que los llamen un día y se los digan todo junto. Porque las cosas insignificantes, allá, se potencian y pueden parecer urgentes. Y las preocupaciones, cuando uno está lejos, se agrandan”.

Termina la charla. Algunos de los reclutas se van a sus carpas. Otros se reúnen en torno a uno de los instructores, el suboficial Luis Cataldo, que cuenta una anécdota que grafica hasta qué punto en la Antártida son necesarias la paciencia y la tolerancia. “Yo entrenaba todos los días, de 19 a 20,30, con un compañero. Después, tomábamos mate juntos. Un día, al año y medio de empezar, vino y me pidió por favor que no le hablara más. Bueno, le dije, ¿pero vamos a seguir entrenando? Sí, respondió. Y durante un mes y medio entrenamos juntos sin dirigirnos la palabra. No nos hablábamos. Sólo hacíamos ejercicio. Después volvió a hablarme. Pero nunca le pregunté qué había pasado Desconozco si hubo algo que le molestó. Creo que si hubiera querido contármelo, lo habría hecho”.

Los reclutas se van a sus carpas. Los encargados caminan hasta la carpa cocina para buscar la comida del día. Hoy hay guiso de lentejas. Oscurece. Sopla viento helado. Como en la Antártida.


* Publicada en la revista Viva.

Tuesday, February 16, 2010

Paraná


Salto mirándome las zapatillas y cuando entro en el agua el frío, de abajo hacia arriba, la remera se pega a la piel, el pantalón pesa y las medias incomodan, pero el agua amarronada y afuera hace demasiado calor, el sol lastima, las libélulas cogen mientras vuelan, los camalotes flotan, en el Paraná se nada con ropa.

Wednesday, February 10, 2010

El poder de la lujuria

Escribir bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico, reconocer el poder de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar.

Diarios, John Cheever

Tuesday, February 9, 2010

Ciruelas



Fue raro porque aparecieron de golpe. Algunas, dos o tres, en el baño de arriba, en el primer piso, que se movían como desorientadas, sin saber adónde ir. Otras, muchas más, en el baño de abajo. Salían de un agujerito de la pared y caminaban, en fila, aunque a veces se chocaban.

Seguían un caminito que iba por el suelo hacia la cocina, subían la pared y se dirigían, determinadas, hacia las ciruelas del estante. Saqué las ciruelas del estante, las metí en una bolsa y la bolsa a la basura. Pensé que tenía un problema. Y me fui con eso.

Y cuando volví, dos días después, las hormigas no estaban. Habían desaparecido. Aunque recién, acá, acostado en la cama, sentí algo en el pie y vi una. La maté.

Espero, no me ataquen mientras duermo.

Wednesday, February 3, 2010

Teleférico



La ciudad parecía de juguete. Con la vista, buscó el hotel donde se hospedaban. Habían llegado hacía tres días. Abajo, un coche blanco recorría la ruta paralela al lago. El sol pegaba en los techos de las casas, a dos aguas, que cubrían el pueblo. Eran como chapitas al sol. Algunas lo encandilaban.

En el piso, había un bloque de cemento. El hombre de buzo naranja les había dicho que lo ponían los días de viento, para evitar que la cabina se moviera demasiado. Tenía una manija de metal. La agarró y trató de levantarlo. No pudo. Debía pesar unos diez o quince kilos.

A unos metros, en sentido contrario, pasó otra cabina. Una mujer gorda, un hombre de barba y un nene que saltaba. El agua del lago tenía un color azul intenso. Vio unos hombres en la orilla del lago y se imaginó que estarían pescando.