La cárcel filosófica que nos tiene a todos adentro ha tomado
por asalto hasta nuestros recuerdos, decretando para ellos la ficción de la
cronología, Y sin embargo, siguen siendo, obstinados, nuestra única libertad.
A menos que se vuelvan obsesión. Entonces obedecen a una
especie de ley de excepción, rigurosa y perentoria alguien los llamó
"martillantes". Con una regularidad que les es propia, ciertos
recuerdos de anécdota mínima, sin contenido narrativo aparente, vuelven una y
otra vez a nuestra conciencia, neutros y monótonos, hasta que, de tanto volver,
nuestra conciencia los viste de sentimientos y de categorías: como cuando a un
perro vagabundo, que pasa a contemplarnos mudo, todos los días, ante nuestra
puerta, terminamos por ponerle un nombre.
Una narración podría estructurarse mediante una simple
yuxtaposición de recuerdos. Harían falta para ello lectores sin ilusión.
Lectores que, de tanto leer narraciones realistas que les cuentan una historia
del principio al fin como si sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de
la existencia, aspirasen a un poco más de realidad. La nueva narración, hecha a
base de puros recuerdos, no tendría principio ni fin. Se trataría más bien de
una narración circular y la posición del narrador sería semejante a la del
niño, sobre el caballo de la calesita, trata de agarrar a cada vuelta los aros
de acero de la sortija. Hacen falta suerte, pericia, continuas correcciones de
posición, y todo eso no asegura, sin embargo, que no se vuelva la mayor parte
de las veces con las manos vacías.
Juan José Saer, en La mayor