Una noche, mientras me estaba sirviendo, mi amigo
camarero, Laurent, que trabaja en la Brasserie Champs du Mars cerca de la Torre
Eiffel, me habló de su vida.
—Trabajo de diez a doce horas, a veces catorce —me
dijo— y después de media noche me voy a bailar, bailar, bailar hasta las cuatro
o cinco de la mañana, y me acuesto y duermo hasta las diez y luego arriba a las
once a trabajar diez o doce horas y a veces quince.
—¿Cómo consigue hacerlo? —le pregunté.
—Fácilmente —dijo—. Dormir es estar muerto. Es como
la muerte. Así que bailamos, bailamos para no estar muertos. No queremos que
eso ocurra.
—¿Qué edad tiene usted? —le pregunté.
—Veintitrés —me dijo.
—Ah —deje, y lo tomé gentilmente por el codo—. Ah.
Veintitrés, ¿no?
—Veintitrés —dijo sonriendo—. ¿Y usted?
—Setenta y
seis —dije—. Y yo tampoco quiero estar muerto. Pero no tengo veintitrés. ¿Qué
puedo hacer?
—Sí —dijo Laurent, inocente y todavía sonriendo—,
¿qué hace usted a las tres de la mañana?
—Escribir —dije al cabo de un momento.
—¿Escribir? —dijo Laurent asombrado—. ¿Escribir?
—Para no estar muerto —dije—, como usted.
—¿Yo?
—Sí —dije, sonriendo ahora—. A las tres de la mañana
escribo.
Ray Bradbury, introducción a El hombre ilustrado.
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