El que empezó este feroz trabajo de humillación fue mi padre. Cuando tenía diez años y había cometido una falta, me decía: Mañana te pego. Siempre era así, mañana... ¿Se dan cuenta? Y esa noche dormía, pero dormía mal, con un sueño de perro, hasta que una mano me sacudía la cabeza en la almohada. Era él que me decía con voz áspera: Vamos... es hora. Quería hablarle, pero era imposible ante su espantosa mirada. Su mano caía sobre mi hombro obligándome a arrodillarme, yo apoyaba el pecho en el asiento de la silla, agarraba mi cabeza entre sus rodillas, y me cruzaba las nalgas de crueles latigazos. Cuando me soltaba, llorando, corría a mi pieza. Una vergüenza enorme me hundía el alma en las tinieblas. Porque las tinieblas existen, aunque usted no lo crea.
Roberto Arlt, en Los siete locos.
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