Wednesday, February 17, 2010

Guiso de lentejas*



Los reclutas escuchan de pie. Hace frío. Son las seis y media de la tarde y aquí, a unos 700 metros de la cumbre del cerro Tronador, el sol empieza a ponerse. Sentado sobre una piedra, el encargado del curso del Comando Antártico Guillermo Aguilera pide atención y dice que va a dar una charla. “Somos una gran familia. Si nos enteramos que el familiar de alguien fallece, todos estamos tristes. Por más que ese alguien nos caiga mal, no vamos a poner la música fuerte”. Alguno asiente con la cabeza. El sigue. “Si nace el hijo de otro, estamos contentos. Compartimos la emoción. Ese día, en la Antártida, todos somos tíos”. Nadie habla. Sopla viento helado y las nubes tapan el pico del Tronador. “Si a mí no me gusta la cara de Coria, listo, quedó ahí. No voy y le digo a uno: che, no me gusta la cara de Coria, porque sino se empieza a generar mal clima, ¿entienden? Y allá el clima que generamos entre todos es importantísimo”. Llega un recluta rezagado, dice “permiso” y se suma, en silencio, a la escucha. “En la Antártida no es como acá, que uno come lo que paga. Acá, si tengo ganas de jamón, voy al supermercado y me compro un kilo, o dos. Allá, no. Allá, incluso, se comen cosas mucho más ricas, hay cocineros excelentes pero hay que aceptar lo que toca comer. Y digo esto porque una vez, en un desayuno, alguien bastante desubicado preguntó: ¿Por qué todas las mañanas con las tostadas en vez de manteca se come margarina?”.

Entre quienes escuchan hay 55 reclutas del Ejército y nueve de la Marina. Participan en el curso que el Comando Antártico da a oficiales y suboficiales que aspiran a pasar un año en el llamado continente blanco. Algunos dicen que buscan desafío; otros, conocer el intrigante paisaje; también están los que quieren escapar de la rutina (un carpintero cordobés me cuenta que desde hace años viene haciendo los mismos muebles) y los que ambicionan el prestigio y puntaje que la estadía en el inhóspito lugar les sumará al legajo. Todas estas motivaciones van acompañadas de la económica, un plus de $ 5,200 que, mes a mes, se les sumará al sueldo por trabajo de alto riesgo.

“Nosotros nos vamos. Pero tienen que tener en cuenta que las personas que se quedan acá deben seguir haciendo sus cosas. Entonces si uno llama al mediodía a su casa porque tiene ganas de hablar con su esposa, y no la encuentra no tiene que pensar, como suele pasarnos, dónde habrá ido, con quién estará. Porque ella se va a encargar de su trabajo, o de llevar a los chicos al colegio o al hospital. Ustedes tienen que estar tranquilos, sin maquinarse la cabeza. Lo mejor, allá en la Antártida, es trabajar. Porque si uno tiene tiempo libre, piensa, y si piensa mucho termina maquinando. Es difícil, pero con el tiempo uno encuentra la forma: hay que ordenar el destornillador para un lado y, meses después, ordenarlo para el otro”.


El curso dura casi ocho meses. En la primera etapa, teórica, se ven “los conocimientos para desplazarse, sobrevivir o brindar primeros auxilios en el continente Antártico”. Los alumnos aprenden técnicas de escalada, en roca y en hielo, a construir helipuertos, a hacer señales tierra aire y a mantener un refugio fuera de la base, entre otras tareas. La segunda etapa, durante la que transcurre esta nota, se realiza en el glaciar del cerro Tronador, en Bariloche. Acá, se pone en práctica lo aprendido en la fase anterior. Mañana, por ejemplo, los reclutas saldrán con sus cranpones a practicar cómo caminar en el hielo. Irán encordados en hileras de a cinco. Estarán atentos: si uno cae deberá gritar “caigo”. El resto se va a tirar al piso, clavará su piqueta en el hielo y se asegurará para tratar de impedir que todos terminen en el fondo de una grieta.

En la tercera etapa, en Buenos Aires, los reclutas van al aula para instruirse en historia, geografía, geología, climatología, biología, medio ambiente y hasta deontología antártica, a cargo de un cura. Luego viene el perfeccionamiento por especialidades: el cocinero aprende cómo administrar la comida que tiene, cómo calcular qué cantidad de fideos necesitará para una cena de 75 personas (a razón de 80 gramos por individuo, un total de 6 kilos), o cómo cocinar con huevos deshidratados (en la Antártida, tanto la yema, como la clara, vienen en polvo). Los mecánicos aprenden a arreglar motos sky y snowcats; los de comunicaciones cómo reparar una antena; hacen cursos de electrónica. Los enfermeros, de anestesia, odontología, laboratorio y cirugía. Los carpinteros, de construcción de trineos y de arreglo de todo lo que sea de madera. En resumen: las bases tienen que ser totalmente independientes. El entrenamiento se completa con jornadas, seminarios y conferencias; además de la parte física. Entre los reclutas, no hay soldados ni servicio de limpieza. Por turnos lavan ollas, platos y cubiertos.

“Sepan que durante un año no van a poder a hablar por teléfono para solucionar ningún problema. En la base van a estar aislados. Por ejemplo: la tarjeta de crédito. Denles un poder a sus esposas para que ellas puedan resolver las cosas desde acá”. Uno, de barba candado, pone cara de circunstancia: da a entender que quizás ésa sea una opción arriesgada. “Los que tienen deudas: cuidado. Si no las cancelan, es posible que al volver se encuentren con que sus familias hayan perdido la casa después de un proceso de hipoteca. Así que ahora, en cuanto lleguen a Buenos Aires, vayan solucionando estas cosas. Para que cuando viajemos, no surjan inconvenientes”.

Por año, el comando antártico recibe más de 600 solicitudes de todo el país. La preselección se hace en base al legajo y a los comentarios de los superiores. En septiembre y octubre se eligen a los que, en 2010, irán a algunas de las cuatro bases del ejército. Los instructores aclaran que terminar el curso no implica aprobarlo. Habrá que ver las notas. Quienes consigan el puntaje suficiente, se someterán a exámenes físicos y psicológicos. Alguien con problemas de corazón, no podrá viajar. Alguien que no esté psíquicamente equilibrado, tampoco. Un depresivo, en la Antártida, podría ser un problema enorme. Para sí mismo y para el grupo.

Luego de los exámenes, como medida preventiva, a todos los militares que viajan se les saca el apéndice. En junio, julio, los operan en el hospital militar. A los civiles que van les hacen firmar un papel donde se sugiere la extracción y, además de deslindar responsabilidades, se explica que operarse en la Antártida no es lo más seguro.

“La preparación mental es muy importante. Cuando uno está solo, piensa en los hijos, la familia, todo lo que dejamos en nuestras ciudades. Ahí es donde tiene que intervenir el grupo, actuar para levantarnos. La convivencia es difícil, es verdad. Hay distinta mentalidad, distintas edades, distintos pensamientos y ustedes vienen de provincias diferentes. Y el aislamiento maximiza los problemas. Algo que acá puede pasar desapercibido, allá puede transformarse en algo conflictivo. Pero hay que ser conscientes de por qué estamos ahí y, entonces, actuar en consecuencia”.

Más allá de las aptitudes que se evalúan en las prácticas, los instructores dicen que el trato de los reclutas con sus compañeros y superiores es fundamental para aprobar el curso. Solidaridad, respeto, compañerismo en esta selección pueden valer más que un excelente desempeño físico. Un año lejos de la familia y los amigos no es poca cosa.

“Ustedes tienen que hablar con sus esposas para que ellas entiendan la magnitud del viaje y sepan cómo transmitirles las cosas por teléfono. Porque si su hijo tienen un resfrío, o se lleva una materia, quizás es mejor que se lo cuenten a la vuelta. O que los llamen un día y se los digan todo junto. Porque las cosas insignificantes, allá, se potencian y pueden parecer urgentes. Y las preocupaciones, cuando uno está lejos, se agrandan”.

Termina la charla. Algunos de los reclutas se van a sus carpas. Otros se reúnen en torno a uno de los instructores, el suboficial Luis Cataldo, que cuenta una anécdota que grafica hasta qué punto en la Antártida son necesarias la paciencia y la tolerancia. “Yo entrenaba todos los días, de 19 a 20,30, con un compañero. Después, tomábamos mate juntos. Un día, al año y medio de empezar, vino y me pidió por favor que no le hablara más. Bueno, le dije, ¿pero vamos a seguir entrenando? Sí, respondió. Y durante un mes y medio entrenamos juntos sin dirigirnos la palabra. No nos hablábamos. Sólo hacíamos ejercicio. Después volvió a hablarme. Pero nunca le pregunté qué había pasado Desconozco si hubo algo que le molestó. Creo que si hubiera querido contármelo, lo habría hecho”.

Los reclutas se van a sus carpas. Los encargados caminan hasta la carpa cocina para buscar la comida del día. Hoy hay guiso de lentejas. Oscurece. Sopla viento helado. Como en la Antártida.


* Publicada en la revista Viva.

3 comments:

Ninna Salusso said...

Buena nota nene! Te felicito!

Anonymous said...

QUE BUENAS PICS QUE SACASTE!!! BESO. CECI SUAREZ

Anonymous said...

Esto es un anónimo. El tema no me interesaba y la seguí leyendo hasta el final porque me gustó mucho cómo la escribiste.