Thursday, March 27, 2008

30 segundos




Domingo. Tres de la tarde. Aeroclub de Lobos. Cerca del mostrador, un hombre que lleva un celular colgado del cuello nos dice los precios del salto de bautismo:
$ 390 simple, $ 560 si tenemos ganas de que un paracaidista filme nuestra caída.

No pregunta por posibles problemas de salud, antecedentes cardíacos, ni historial de epilepsia. Sólo quiere saber el nombre de pila de cada uno. Anota algo en un papel y nos hace un gesto para que lo sigamos. "El avión es ese", dice y señala un Cessna, blanco con rayas celestes, quieto sobre el pasto. Nos presenta a los instructores. "Al saltar, pongan las manos sobre el arnés y traten de flexionar las piernas hacia atrás", indica mientras ajusta el equipo. No explica qué hacer si pasa algo, si el instructor se desmaya, las cuerdas se enganchan o hay un accidente. Tampoco pregunta si creemos en Dios.

Durante los casi 25 minutos que tarda la avioneta en subir a 3.000 metros, desde donde se salta, es difícil no pensar en la muerte. Nadie habla. Todos escuchamos en silencio el ruido del motor del Cessna. ¿Qué probabilidad hay de que el paracaídas falle? ¿Mi cuerpo soportará una caída a 200 km/h? ¿Serán seguros los equipos? ¿Quién se hará cargo en caso de accidente?

De cualquier modo, sabés, en ese momento se trata de no pensar, se trata de creer que todo va a salir bien. La decisión de hacer el salto la habías tomado abajo. El riesgo existe: no sabés en qué porcentaje de la estadística entrará tu caso. Le estás cediendo la vida a una persona que no conocés. Si uno racionaliza, se queda en tierra tranquilo: leyendo un libro o escuchando, relajado, un tema de Pulp.

El análisis de la situación termina de golpe cuando el instructor dice: "Después de que yo abra la puerta, apoyá los pies en el escaloncito y dejate caer". Y la puerta se abre y mirás para abajo, apoyás los pies en el escalón, y ves campos de miles de hectáreas reducidos al tamaño de una moneda de cinco centavos. Es un segundo en el que no hay posibilidad de duda. Cuando querés darte cuenta, el paracaidista ya saltó y, con él, estás cayendo al vacío. Atravesás una nube y, por unos instantes, ves blanco, todo blanco, mientras gritás extasiado. Mucho aire. Son 30 segundos en los que no podés pensar: 30 segundos de placer intenso que, si todo fuera bien, si hubiera legislación, controles y la seguridad de que nada fuera a fallar, deberían formar parte de la vida de cada uno de nosotros.


Publicado (o casi) en Clarín Sociedad, el 28/3/2008.

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