Thursday, August 7, 2025

La tristeza de Feliza Bursztyn*




El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez dice que las personas reales, las que pasaron por el mundo y dejaron testigos, presentan para la imaginación una serie de dificultades. En realidad, no lo dice él sino el narrador de su última novela, “Los nombres de Feliza”, mientras intenta entender lo que le pasó a la escultora colombiana Feliza Bursztyn. Pero dado que la mujer existió, que Juan Gabriel Vásquez viajó a París y recorrió las calles que la escultora había recorrido, que entrevistó largamente a su viudo, podríamos pensar que, como mínimo, lo diga o no, Vásquez así lo piensa.

El colombiano, uno de los mejores escritores en castellano, cree que el novelista es un historiador de las emociones. “Alguien que rescata emociones pasadas para que no sean devoradas por el olvido”, precisó en una entrevista.

Para ello, tiene un método. Su método parte de un hecho periodístico. En su cabeza, las novelas comienzan con una entrevista que realiza cuando entiende que la curiosidad por un tema se le ha convertido en obsesión. Luego, como sus libros suelen hablar del pasado, llega el oficio de historiador: trabajo de archivo, búsqueda de documentos, fotos. Y, en tercer lugar, el de novelista, que busca alcanzar una zona a la que no se puede llegar desde el periodismo ni desde la historia. ¿Cómo? A través de las emociones.

Este fue el método que había usado en su novela anterior, “Volver la vista atrás” (también publicada por Alfaguara, en 2021, luego de ganar el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa), donde con maestría narraba la historia de la familia del cineasta Sergio Cabrera.

En “Los nombres de Feliza”, publicada este mes en Argentina, el hecho periodístico sucede el 8 de enero de 1982. Ese día, a los 48 años, Feliza Bursztyn cenaba con su esposo Pablo Leyva y cuatro amigos, en un lujoso restaurante de París. Se había sentado entre Gabriel García Márquez y Enrique Santos Calderón. Su esposo, enfrente, junto a las esposas de ambos. Mercedes Barcha había elegido el lugar y estaba ansiosa de que la escultora probara el borsch que a ella le encantaba. Feliza parecía distraída. Escribe Juan Gabriel Vásquez que, entonces, ocurrió. “Feliza levantó la carta, para leer mejor, pero sus ojos no buscaron las palabras, sino que se fijaron en los de Pablo por encima del rectángulo de cartón laminado. Pablo conocía esos ojos de memoria, a fuerza de escudriñar para descifrar una emoción (espiar una risa próxima, atajar una tristeza), pero la expresión que vio le pareció inédita, como si los ojos le quisieran decir algo que no le habían dicho nunca. Entonces Feliza los cerró y sus manos se relajaron sobre la carta y de su cara se fue la sangre y su cuerpo entero se deshizo, o pareció que se deshacía, y su cabeza desgonzada se inclinó hacia el lado derecho, y luego fue como si el cuerpo entero se fuera detrás de la cabeza, deslizándose por un espacio que no existía y cayendo al suelo con un golpe seco y discreto”.

Once días después de esa cena, Gabriel García Márquez publicó un artículo en donde decía que la escultora había muerto “de tristeza”.

Años más tarde, al leer ese artículo, Vásquez quedó intrigado con esa línea: ¿Por qué de tristeza? ¿Por qué estaba triste esa mujer y por qué lo estaba tanto que había muerto de eso?

Siguió con esa idea en la cabeza hasta que percibió que la curiosidad se hacía obsesión y decidió seguir el método: entonces, viajó a París a entrevistar a Pablo Leyva.

A sus 83 años, el viudo de la escultora a quien Vásquez le dedicó el libro, le contó datos, recuerdos, sensaciones.

¿Qué forma tenía la cicatriz de la mano de Feliza?, preguntaba Vásquez. ¿Cómo era la radio del salón? ¿Qué detalles exactamente le había contado ella sobre la agresión de su marido? ¿Qué música habían escuchado la mañana del día en que ella falleció? ¿Qué libros leían en esa época?, insistía. ¿Fumaban? ¿Qué fumaban?  “Y era difícil explicar que esos detalles, aparentemente inanes o superfluos, eran la única manera que yo conocía de acercarme a mi objetivo final: levantar su peso con mi sensibilidad, podríamos decir. O también: percibirlos con el alma”.

Luego, en ese departamento prestado de París, continuó con el trabajo de archivo: acumulando recortes de diarios, fotos en blanco y negro, anotaciones, entre muchos otros documentos como las 21 páginas que la madre de Feliza había escrito para contar la vida de su hija fallecida y que se interrumpían después de la visita de la escultora a Israel en 1967.

En tercer lugar, el novelista: que aparece y completa, rellena la estructura con esa argamasa —palabras sucesivas, capaces de hacer llorar—, en un libro tan triste como hermoso. Que habla de la ternura de Feliza Bursztyn, de su fragilidad, de la intensidad que tenía cuando amaba, pero, también, de la sensibilidad de Vásquez para interpretar las escenas relatadas por el viudo y, con estilo directo y potente, transmitirlas a los lectores.

La tristeza de Feliza está presente en cada página. Recorre la novela como la corriente subterránea de un río que nunca aflora. Vásquez narra los hechos que aguijonean punzantes el corazón de esa mujer. La actitud de su padre que le hace un funeral en vida, la decisión de su primer marido de llevarse a sus tres hijas a Estados Unidos, el fallecimiento trágico de su pareja el escritor Jorge Gaitán Durán, las acusaciones, la prisión, el exilio.

“Y fue entonces cuando me pregunté por primera vez por qué estaba triste Feliza, y fue entonces cuando me respondí que nunca lo sabría: ni yo ni nadie, porque hay verdades que desaparecen con quien muere y ni sus seres más queridos logran conocer. Ocurren en un territorio de nuestra conciencia que no es accesible, que es invisible y está irremediablemente oculto, y no hay nada que podamos hacer para visitarlo. O casi nada”.






*Publicado en la contratapa de Página 12 el 6/8/2025.

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