Thursday, July 27, 2017

Monstruos antárticos*



Antes de viajar a la Antártida, varias veces imaginé los mitos repetidos (en cenas y tardes de tormenta y ocio) por hombres que durante meses vivían en aquel lugar inhóspito.




Leyendas sobre animales insospechados, tan ágiles como voraces, que confundiéndose entre los vientos blancos aparecían para atacar desde la nada. Gritos desgarradores en el aire de las tormentas. Monstruos enormes, que se alejaban de los humanos pero los tenían presentes, acechándolos en el frío: hasta el momento en que quedaban solos, aislados e indefensos, para acercarse desde atrás y, con un solo golpe, quebrarles los huesos, arrastrarlos a sus escondites, hundidos en la nieve.   

Historias de marinos que, luego de muertos, seguían recorriendo esa vastedad pálida con sus perroslobo delante del trineo, azotandolos con furia, intentando sin lograrlo ir más rápido que el viento. Apariciones traslúcidas, fantasmas solitarios, figuras escurridizas. Hechizos, maleficios, promesas incumplidas: todo tipo de misterios que debían flotar sobre la base como las estrellas quietas en el negro.

Soñaba con cuentos sobre mujeres de cola de pez verde nácar, labios morados y tetas descomunales que, luego de sonoros coletazos, se sumergían entre los bloques de hielo y desaparecían en el agua cristalina, refugiadas en las profundidades. Con aves del tamaño de helicópteros, de garras filosas y plumas oscuras y brillantes. Imaginaba rumores sobre túneles de hielo que conducían a ciudades ocultas hacía miles de años. Cadáveres congelados de seres con aspecto de hombre pero membranas entre los dedos y piel acuosa y delicada, que volvían a la vida al derretirse los bloques que los contenían. Historias de sonidos tan agudos como misteriosos que llevaban a marineros a correr hasta perderse en el blanco. Marineros desaparecidos cuyos nombres se conocían aunque se callaban por miedo.




Sin embargo, al llegar a la Antártida encontré paisajes indescriptibles, escenarios que no creí que pudieran existir. No sólo impactaba lo que veía sino que, sentía, estar presente en ese lugar era agradable y estremecedor.

En la Antártida no hay llaves: todas las puertas de las bases y de los refugios están abiertas. En la Antártida no hay plata: no hay nada que se pueda comprar ni vender (con excepción de una base chilena adonde, por varios dólares, se consiguen frutas y gaseosas de dulzura diabética). En la Antártida no hay soberanía. Pero tampoco, lo descubrí con pena al llegar, tampoco hay mitos. No hay leyendas, ni historias mágicas. No hay cuentos ni relatos fantásticos. La naturaleza es tan áspera que quienes viven allí deben ocuparse en sobrevivir: el afuera es tan brutal que no hace falta inventar nada.

Me contaron, sí, la vez hace muchos años que un asustado dijo haber visto un Hombre de las nieves. El monstruo estaba a pocos metros de él, no paraba de seguirlo. Horas más tarde, una patrulla de la base, armada con fusiles, fue a buscarlo. Lo vieron a la distancia. Por las dudas, tiraron. Al acercarse descubrieron que era un extraño tipo de foca. La historia termina ahí. No supe qué pasó después. Quizás, hicieran un guiso.

En la Antártida el clima es tan brusco que no hace falta inventarse peligros. Con la intemperie basta. Cada vez que uno sale de la base, debe hacerlo acompañado. Por radio, avisar adónde va, por qué camino, cuánto cree que durará el paseo. Si en soledad, uno llega a pisar mal y se quiebra un tobillo, quizás muera de hipotermia sin que nadie se entere.

Un miércoles de julio de 2003, la bióloga británica de 28 años Kirsty Brown hacía snorkel cerca de la base inglesa Rothera. Buceaba sin tanque. Después de un rato, se sentó en un trozo de glaciar, las patas de rana moviéndose acompasadas en el agua hasta que sintió el tirón. Un leopardo marino, la más agresiva de las focas, la agarró de una de las aletas y la arrastró hasta el fondo. No la atacó: quizás la confundió con un pingüino porque minutos después la subió, otra vez, a la superficie. La científica no murió por una mordida. No se ahogó. La mató la presión. Al sacarla tenía las orejas llenas de sangre: los tímpanos le habían reventado.

La mañana del 17 de septiembre de 2005, el suboficial electricista de la Armada Teófilo González y el biólogo del Instituto Antártico Argentino Augusto Thibaud viajaban en dos motos de nieve, seguidos en otras dos por el capitán de corbeta Jorge Pavón y los suboficiales Mario Leonhardt y Alejandro Carbajo. Recorrían el glaciar Collins hasta que, de repente y sin que los otros pudieran darse cuenta cómo, González y Thibaud parecieron desaparecer. Lejos de cualquier ciencia oculta, habían caído a una grieta. Recién un mes más tarde, los rescatistas pudieron encontrar los cadáveres congelados.

En enero de 2016, el explorador Henry Worsley, ex oficial del ejército británico, intentó convertirse en la primera persona en cruzar la Antártida sin ningún tipo de ayuda. En 71 días, arrastrando un trineo con comida, combustible y equipo de supervivencia, recorrió unos 1.448 kilómetros. Perdió 25 kilos y un diente. Tenía 55 años, una mujer y dos hijos. Quería juntar fondos para una fundación que ayudaba a soldados heridos en la guerra. Murió en un hospital en Chile por una "deficiencia completa de sus órganos"

En junio de 2016, el cabo primero argentino Gustavo Capuccino fue a abrir la puerta de un hangar de la base Marambio. Antes de que pudiera hacerlo, el viento, que en la Antártida sopla desesperado, desprendió el portón que le cayó encima. Recién cuando hubo buen clima, pudieron llevarle el cuerpo a la familia.

La lista podría seguir con nombres y apellidos de nacionalidades diversas, con fechas anteriores y posteriores, el recorte es arbitrario, pero en la Antártida el clima debe respetarse.

Si hay viento o nieve o furia natural, más allá de la tarea que haya que hacer, uno se queda dentro de la base, a esperar que el temporal termine. Lee o juega al ping pong. En el gimnasio, en la cocina o en el comedor habla con otros, cuenta casos reales. Cosas que pasaron y pueden servir de advertencia para que no se repitan. Nadie imagina monstruos, animales fantásticos o espíritus acechantes.

En la Antártida, la muerte está demasiado cerca como para encima atraerla con historias que no sucedieron pero quizás, quién sabe, en cualquier momento se podrían llegar a concretar.





*Publicado en la revista VICE Colombia, edición mayo 2017.

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