Antes de viajar a la Antártida, varias veces imaginé los mitos repetidos (en cenas y tardes de tormenta y ocio) por hombres que durante meses vivían en aquel lugar inhóspito.
Leyendas sobre animales insospechados, tan ágiles como
voraces, que confundiéndose entre los vientos blancos aparecían para atacar
desde la nada. Gritos desgarradores en el aire de las tormentas. Monstruos
enormes, que se alejaban de los humanos pero los tenían presentes, acechándolos
en el frío: hasta el momento en que quedaban solos, aislados e indefensos, para
acercarse desde atrás y, con un solo golpe, quebrarles los huesos, arrastrarlos
a sus escondites, hundidos en la nieve.
Historias de marinos que, luego de muertos, seguían
recorriendo esa vastedad pálida con sus perroslobo delante del trineo,
azotandolos con furia, intentando sin lograrlo ir más rápido que el viento.
Apariciones traslúcidas, fantasmas solitarios, figuras escurridizas. Hechizos,
maleficios, promesas incumplidas: todo tipo de misterios que debían flotar sobre
la base como las estrellas quietas en el negro.
Soñaba con cuentos sobre mujeres de cola de pez verde nácar,
labios morados y tetas descomunales que, luego de sonoros coletazos, se
sumergían entre los bloques de hielo y desaparecían en el agua cristalina,
refugiadas en las profundidades. Con aves del tamaño de helicópteros, de garras
filosas y plumas oscuras y brillantes. Imaginaba rumores sobre túneles de hielo
que conducían a ciudades ocultas hacía miles de años. Cadáveres congelados de seres
con aspecto de hombre pero membranas entre los dedos y piel acuosa y delicada,
que volvían a la vida al derretirse los bloques que los contenían. Historias de
sonidos tan agudos como misteriosos que llevaban a marineros a correr hasta
perderse en el blanco. Marineros desaparecidos cuyos nombres se conocían aunque
se callaban por miedo.
Sin embargo, al
llegar a la Antártida encontré paisajes indescriptibles, escenarios que no creí
que pudieran existir. No sólo impactaba lo que veía sino que, sentía, estar
presente en ese lugar era agradable y estremecedor.
En la Antártida no
hay llaves: todas las puertas de las bases y de los refugios están abiertas. En
la Antártida no hay plata: no hay nada que se pueda comprar ni vender (con
excepción de una base chilena adonde, por varios dólares, se consiguen frutas y
gaseosas de dulzura diabética). En la Antártida no hay soberanía. Pero tampoco,
lo descubrí con pena al llegar, tampoco hay mitos. No hay leyendas, ni
historias mágicas. No hay cuentos ni relatos fantásticos. La naturaleza es tan
áspera que quienes viven allí deben ocuparse en sobrevivir: el afuera es tan
brutal que no hace falta inventar nada.
Me contaron, sí, la
vez hace muchos años que un asustado dijo haber visto un Hombre de las nieves.
El monstruo estaba a pocos metros de él, no paraba de seguirlo. Horas más
tarde, una patrulla de la base, armada con fusiles, fue a buscarlo. Lo vieron a
la distancia. Por las dudas, tiraron. Al acercarse descubrieron que era un
extraño tipo de foca. La historia termina ahí. No supe qué pasó después.
Quizás, hicieran un guiso.
En la Antártida el
clima es tan brusco que no hace falta inventarse peligros. Con la intemperie
basta. Cada vez que uno sale de la base, debe hacerlo acompañado. Por radio,
avisar adónde va, por qué camino, cuánto cree que durará el paseo. Si en
soledad, uno llega a pisar mal y se quiebra un tobillo, quizás muera de
hipotermia sin que nadie se entere.
Un miércoles de julio de 2003, la bióloga británica de 28
años Kirsty Brown hacía snorkel cerca de la base inglesa Rothera. Buceaba sin
tanque. Después de un rato, se sentó en un trozo de glaciar, las patas de rana
moviéndose acompasadas en el agua hasta que sintió el tirón. Un leopardo
marino, la más agresiva de las focas, la agarró de una de las aletas y la
arrastró hasta el fondo. No la atacó: quizás la confundió con un pingüino
porque minutos después la subió, otra vez, a la superficie. La científica no
murió por una mordida. No se ahogó. La mató la presión. Al sacarla tenía las
orejas llenas de sangre: los tímpanos le habían reventado.
La mañana del 17 de septiembre de 2005, el suboficial
electricista de la Armada Teófilo González y el biólogo del Instituto Antártico
Argentino Augusto Thibaud viajaban en dos motos de nieve, seguidos en otras dos
por el capitán de corbeta Jorge Pavón y los suboficiales Mario Leonhardt y
Alejandro Carbajo. Recorrían el glaciar Collins hasta que, de repente y sin que
los otros pudieran darse cuenta cómo, González y Thibaud parecieron
desaparecer. Lejos de cualquier ciencia oculta, habían caído a una grieta. Recién
un mes más tarde, los rescatistas pudieron encontrar los cadáveres congelados.
En enero de 2016, el explorador Henry Worsley, ex oficial
del ejército británico, intentó convertirse en la primera persona en cruzar la
Antártida sin ningún tipo de ayuda. En 71 días, arrastrando un trineo con
comida, combustible y equipo de supervivencia, recorrió unos 1.448 kilómetros.
Perdió 25 kilos y un diente. Tenía 55 años, una mujer y dos hijos. Quería
juntar fondos para una fundación que ayudaba a soldados heridos en la guerra.
Murió en un hospital en Chile por una "deficiencia completa de sus
órganos"
En junio de 2016, el cabo primero argentino Gustavo
Capuccino fue a abrir la puerta de un hangar de la base Marambio. Antes de que
pudiera hacerlo, el viento, que en la Antártida sopla desesperado, desprendió
el portón que le cayó encima. Recién cuando hubo buen clima, pudieron llevarle
el cuerpo a la familia.
La lista podría
seguir con nombres y apellidos de nacionalidades diversas, con fechas anteriores
y posteriores, el recorte es arbitrario, pero en la Antártida el clima debe
respetarse.
Si hay viento o nieve
o furia natural, más allá de la tarea que haya que hacer, uno se queda dentro
de la base, a esperar que el temporal termine. Lee o juega al ping pong. En el
gimnasio, en la cocina o en el comedor habla con otros, cuenta casos reales.
Cosas que pasaron y pueden servir de advertencia para que no se repitan. Nadie
imagina monstruos, animales fantásticos o espíritus acechantes.
En la Antártida, la muerte está demasiado cerca como para
encima atraerla con historias que no sucedieron pero quizás, quién sabe, en
cualquier momento se podrían llegar a concretar.
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