Ray leyó
el relato casi a oscuras, muy encorvado sobre la lámpara del estrado, sin dejar
un momento de juguetear con sus grandes gafas, carraspeando, bebiendo agua a
sorbos, avanzando por las páginas de su libro como si nunca hubiera pensado
realmente en leer ese relato en voz alta y no le resultara fácil hacerlo. Su
voz era muy baja, aparentemente inexperta y vacilante, al punto de resultar
irritante. Pero el efecto de su voz y el relato en el oyente era el de una vida
real que se desplegaba de una forma tan destilada, tan intensa, tan elegida,
tan contagiosa en sus urgencias que, al terminar, el oyente quedaba sin aliento,
sin fuerzas. Fue una experiencia sobrecogedora, maravillosa en todos los
sentidos. Y del relato se aprendían muchas cosas: que así era la vida, ya lo
sabíamos; lo que parecía nuevo era esta vida, la disponibilidad para la
expresión literaria de esta gente, que de lo contrario pasaría inadvertida. Uno
sentía además que una consecuencia del relato era intensificar la vida, incluso
dignificarla, y descubrir en sus rincones y nichos sombríos lo que era
necesario desvelar para que los lectores pudiéramos llevar una vida mejor. Y
sin embargo la historia en sí misma, en su sobriedad, en su consciente
intensidad, era un objeto hasta tal punto fabricado, que no se parecía en nada
a la vida; era una pieza de construcción artística poco menos que abstracta,
calculada para llegar a producir un placer casi vertiginoso. Esa noche, en
Dallas, Ray hizo una descarada demostración de las posibilidades de un relato
en materia de artificio, de concisión, de fuerza, de sentimientos, de
proporción formal, de intenso y sorprendente dramatismo. El relato versaba
decididamente sobre algo y era fácil seguirlo: trataba de lo que dos personas
hacían frente a la adversidad que les cambiaba la vida. Pero no había allí
pesado naturalismo. Nada en exceso. Pura y simplemente los rudimentos del
realismo, de un realismo enormemente estilizado que no tenía por objeto el
arte, sino la vida. Y verse expuesto a él era abrumador.
Mientras salíamos del edificio a la tenue noche de Texas, me acerqué a Ray y le di una palmada en la espalda. Le dije: “Oh, Ray, ha sido un relato fantástico y tu lectura ha sido perfecta (vacilando, dolorosamente, con renuencia, de manera casi inaccesible, como si todos los horrores, todas las conmociones y toda la comedia surgieran directamente de la vida verdadera, que es probablemente lo que ocurría)”.
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