Sé algo.
Sé que no son los vestidos lo que hacen a las mujeres más o menos hermosas, ni
los tratamientos de belleza, ni el precio de los potingues, ni la rareza, el
precio de los atavíos. Sé que el problema está en otra parte. No sé dónde. Sólo
sé que no está donde las mujeres creen. Miro a las mujeres por las calles de
Saigón, en los puestos de la selva. Las hay muy hermosas, muy blancas, prestan
gran cuidado a su belleza, aquí, sobre todo en los puestos de la selva. No
hacen nada, sólo se reservan, se reservan para Europa, los amantes, las
vacaciones en Italia, los largos permisos de seis meses, cada tres años,
durante los que podrán por fin hablar de lo que sucede aquí, de esta existencia
colonial tan particular, del servicio de esa gente, de los criados, tan
perfecto, de la vegetación, de los bailes, de estas quintas blancas, grandes
como para perderse en ellas, donde habitan los funcionarios durante sus remotos
destinos. Ellas esperan. Se visten para nada. Se contemplan. En la penumbra de
esas quintas se contemplan para más tarde, creen vivir una novela, ya tienen
los amplios roperos llenos de vestidos con los que no saben qué hacer,
coleccionados como el tiempo, la larga sucesión de días de espera. Algunas se
vuelven locas. Algunas son abandonadas por una joven criada que se calla.
Abandonadas. Se oye cómo la palabra las alcanza, el ruido que hace, el ruido de
la bofetada que da. Algunas se matan.
Ese
faltar de las mujeres a sí mismas ejercido por ellas mismas siempre lo he
considerado un error.
Marguerite Duras, en El amante.
1 comment:
Sin desperdicio ella....
Y pienso que el deseo es asì, como lo describe!
Post a Comment