Wednesday, October 31, 2012

El cuadro


Solíamos verle de vez en cuando en el Hotel Carlyle. Sería exagerado llamarle amigo, pero F. era un viejo conocido, y mi mujer y yo siempre esperábamos ilusionados su llegada cuando llamaba para anunciar que venía a la ciudad. Contrariamente a todas las demás personas que hemos conocido, no tenía que trabajar para vivir. Su familia pertenecía a la clase alta francesa, y como demás se había casado con una mujer que tenía aún más dinero que él, F. era libre de hacer lo que se le antojara. Lo que nos parecía admirable de él —aparte de su inteligencia y amabilidad— era la pasión con que se entregaba a sus aficiones. Tal vez no tenía necesidad de trabajar para vivir, pero trabajaba muchísimo. Era un prolífico poeta, autor de muchos libros de los que podía enorgullecerse, y también una de las principales autoridades del mundo en Henri Matisse. Tanta era su reputación, de hecho, que un importante museo francés le había pedido que organizara una extensa exposición de la obra del pintor. F. no era comisario profesional, pero se había entregado a la tarea con gran energía y competencia. Su idea era reunir todos los cuadros de Matisse de un período concreto, de cinco años de duración, perteneciente a la parte central de su carrera. Se trataba de decenas de lienzos, y como estaban desperdigados por todo el mundo en colecciones privadas y museos, F tardó varios años en preparar la exposición. Al final sólo hubo una obra que no pudo encontrar, pero era crucial, la obra clave de toda la exposición. F. había sido incapaz de descubrir quién era el propietario, no tenía ni idea de dónde estaba el cuadro, y sin él se malograrían años de viajes y meticuloso trabajo. En los seis meses siguientes se dedicó en exclusiva a buscar ese lienzo, y cuando lo encontró, resultó que durante todo ese tiempo había estado a pocos metros de él. La propietaria era una mujer que vivía en un apartamento del Hotel Carlyle. El Carlyle era el hotel favorito de F, y en él se alojaba siempre que venía a Nueva York. Y no sólo eso, sino que el apartamento de la mujer estaba situado justo encima de la habitación que F. siempre reservaba para él: a sólo un piso de distancia. Lo que significaba que cada vez que F. iba a dormir al Hotel Carlyle, preguntándose dónde podía hallarse la misteriosa pintura, ésta colgaba de una pared justo encima de su cabeza. Como una imagen soñada.


Paul Auster en Experimentos con la verdad

Hoy


Saturday, October 27, 2012

Tan poco


Los versos significan tan poco, cuando se ha escrito joven. 

Se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde, quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas. Pues los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen siempre demasiado pronto), son experiencias. 

Para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las florecitas al abrirse por la mañana. Es necesario poder pensar en camiones de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que hacía tiempo se veían llegar; en días de infancia cuyo se mortificaba cuando traían una alegría que no se comprendía (era una alegría para otro); en enfermedades de infancia que comienzan tan singularmente, con tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en las habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en la mar misma, en mares, en noches de viaje que temblaban muy alto y volaban con todas las estrellas –y no es suficiente incluso saber pensar en todo esto. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, en las que ninguna se parece a la otra, de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes paridas, que se cierran. ES necesario aún haber estado al lado de los moribundos, haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con la ventana abierta y los ruidos que vienen a golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues, los recuerdos mismos, no son aún esto. Hasta que no se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra de un verso.

Rainer María Rilke, en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge