No sé si hay diferencia entre poner el saquito de té una vez que el agua hierve o hacerlo cuando está fría, justo después de llenar desde la canilla el jarro azul. Suelo preferir la segunda opción: por comodidad solamente.
Ella no vino. Era obvio. Volvió a aparecer el tipo de traje azul que podría ser abogado, escribano, contador o proxeneta con buenos modales y comentó: “Ahora, Claudia no va a hablar con usted. Pero le ofrece, como una atención por sus disculpas, una retribución a cambio de los trescientos pesos”.
— ¿Eh?
— Un regalo de la casa —siguió sin prestarme atención, aunque frenó en la última letra y no dijo “casa” sino “cas”, pero quedó entendido—. No tengo especificidades. Lo único que podría decirle es que, con el debido respeto, la señora es puta. No espere un regalo de mimbre, un haiku, ni una paloma…
— ¿Y entonces? ¿Qué hago? ¿Subo?
— Primero consiga los trescientos pesos. Una vez que los tenga, llámeme a este número —y me dio una tarjeta
— ¿No es un poco rebuscado todo esto?
— No se olvide que la última vez usted actuó como un enfermo...
— Y si me tiene miedo… ¿Cómo me va a retribuir?
— Yo no sé si usted la conoce… Pero le aseguro, y se lo digo por experiencia personal y cárnica, que en su cama… Lo que menos tiene ella es miedo.
Y yo, desorientado, me cuesta ser mala persona cuando estoy contento, le ofrecí al tipo un té.
— Le agradezco —dijo y me cerró la puerta en la cara como si yo estuviera afuera y él dentro de mi casa. Me dejó descalzo mirando la madera, pensando en Claudia y en su retribución.
La tarjeta tenía el dibujito de un teléfono rojo, amarillo furioso, y una inscripción, en letras negras, que decía “Juan Carlos Ortuvey, contador y gasista matriculado”:
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1 comment:
Muy buenoooo!
Frederick usted siempre me sorprende cuando escribe.
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