La clase del miércoles empieza a las nueve. El despertador suena ocho cuarenta y cinco y lo apago y lo pongo a las nueve menos tres, la facultad queda a siete cuadras. Si camino rápido, llego. No desayuno. Prefiero lavarme la cara, los dientes, buscar el celular, meterlo en el bolso y salir antes de que dude, me agarre sueño y decida faltar.
Toco el botón del ascensor, viene de arriba. La puerta se abre: ¿Claudia?
Una morocha, alta, muy alta. Dientes grandes, ojos marrones que me dice “¿bajás lindo?” y me hace sentir una especie de adrenalina, ¿miedo?, fea porque noto su mirada demasiado masculina como para ser de mujer y su tono de voz demasiado sugerente como para ser de vecina. “Bajo”, respondo parco y aprieto el cero, cierro la puerta y miro la manija, sin darme vuelta, sabiendo que en uno, dos, tres, cuatro segundos va a decir algo y “¿Te mudaste hace poco?“
“No, vivo acá hace bastante”, y apelo a una clásica, deleznable y creo la más famosa, táctica de Juan Azgardía, portero del edificio: el tiempo. “Qué garrón que llueva, ¿no?”, digo. El ascensor llega al cero, abro, me bajo yo, baja ella y comenta algo de lo que dijeron en la radio al respecto pero no la escucho porque cierro la puerta tijera con un golpe seco.
Aunque antes de empezar a caminar rápido, curioso, le pregunto: “¿Claudia?”.
Se ríe pícara, “No… ¿La conocés? A mí me dicen Lulú, ¿Vos cómo te llamás?”.
Y descortés, pero con una sensación placentera, sin responderle salgo del edificio. Camino rápido, la clase empieza a las nueve, son y tres minutos, no voy a llegar y Claudia debe seguir en su cama, acostada: seguro que duerme.
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4 comments:
Nos gusta la historia de Claudia
Y? qué más????
No sé...
Doa: ¿Qué propone?
feed.
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it!
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