Hace
más de dos días que en Moscú llueve. Por momentos, se siente la fuerza de las
gotas y se ven paraguas dándose vuelta por el viento y personas intentando no
parecer ridículas luchando contra la nada. Hace más de dos días que en Moscú
llueve y la tela negra, a rayas o puntillosa de los zontik se permeabiliza y
hombres de traje y seriedad o mujeres de vestidos brillante sintético y ojos
malaquita igual se mojan. Por momentos, breves, parece que las nubes van a
disolverse, pero no, las gotas siguen cayendo aunque lo hacen de forma ligera,
casi etérea y uno puede cerrar el paraguas y andar sintiendo (apenas) los
puntos fríos en la cara y aceptar que, en ocasiones y con reparos, el frío es
agradable.
En
un cirílico incomprensible los noticieros hablan de las noticias
internacionales pero, sobre todo, mencionan el clima. Buscando información en
internet, me entero de que hace 130 años, en un día cayeron 25 milímetros por
metro cuadrado. En las últimas 24 horas, cuentan el doble y uno de los ríos más
caudalosos del país, el Yauza, aprovechó la distracción y, cuando nadie lo
miraba, salió de donde venía. Se fue a un costado. Quizás sólo se puso cómodo.
El noreste de la ciudad quedó cubierto por el agua y los coches quietos bajo
los puentes, teniendo que ser empujados por uno, dos o varios rusos de gesto
adusto.
Las
autoridades municipales dijeron que los sistemas de desagüe “fueron construidos
para un nivel de precipitaciones normales”. El problema, en cirílico o romano,
es la precisión de la normalidad. Hasta los maniquíes lo saben. Tal vez sobre
eso en los negocios moscovitas, con mueca plástica detrás de cada vitrina,
reflexionan melancólicos. Los maniquíes no son los únicos que llevan esa
expresión triste: en la calle, la gente no sonríe. Tiene una expresión seria,
impertérrita. Quizás, sea una consecuencia tardía del sufrimiento pasado en la
guerra. Quizás, tenga que ver con otra cosa. ¿El frío? Quién sabe. Lo cierto es
que a pesar de que pasaron 60 años de la segunda guerra mundial, sigue habiendo
muchas más mujeres que hombres: más de once millones.
En
la segunda guerra, que los rusos llaman “La gran guerra patriótica”, murieron
unas 20 millones de personas. En el Monte Poklonnaya, uno de los puntos más
alto de Moscú, se levanta un enorme y monumental museo sólido, que tiene
delante un obelisco de 141,8 metros de altura (por los 1.418 días en los que
los rusos participaron de la guerra). Adentro, en el “salón de la memoria y el
dolor”, del techo cuelgan miles y miles de cristales, que se iluminan, brillan y
recuerdan a las lágrimas de las madres, las hermanas, las viudas de los muertos
en combate. Durante el stalinismo se sumaron más muertos: 7 millones de
fusilados, 20 millones de detenidos.
Contaba
un español de Andalucía que, hace unos años, un primo de él había viajado a una
ciudad del campo ruso. En la primera carta contaba anonadado que no podía creer
lo que estaba viviendo: todas las mujeres eran rubias, todas eran altas, todas
eran pulposas, todas tenían los ojos fulgurantes en tonos que iban del verde al
violeta amatista. Todas lo miraban, lo buscaban, le sonreían. Dos semanas
después, decía el andaluz, su primo mandaba otra carta: la situación había
cambiado totalmente, en la primera salida cada una de ellas le hablaba de
matrimonio, de cuándo podrían tener hijos. Sigiloso, el primo había huido.
—¿Y
acá cómo lo ven a Stalin? ¿Como un héroe o como un tirano?
Nastya
Tusheva tiene 32 años y vive en las afueras de la ciudad de Moscú. Trabaja como
consultora de empresas en el área de recursos humanos. Y dice que depende. Que
todos saben que hubo asesinatos, que muchos lo critican por eso. Pero que,
también, logró poner de pie a una Rusia de rodillas. Es complicado, dice y
cuenta que el proceso de “desestalinización” duró mucho. En su celular, muestra
el antes y el después de ciertos murales en el subte. En la primera foto,
encima del cartel de la estación Semyonovskaya (línea 3) había un plato
circular con la imagen del camarada Iósif Stalin. Ahora, si uno observa bien,
ve el contorno circular del polvo que se juntó con los años: la pintura más
blanca dentro.
En
otra foto, la cara del líder y, luego, años después allí mismo: un mural del
flores en el que, sin embargo, se adivina un bigote enrulado.
—
Trataron de taparlo, esconderlo, pero a veces no le salió tan bien — dice
Tusheva.
Días
después, visitaré el museo de las estatuas caídas, frente al Parque Gorki: un
lugar adonde durante los años noventa se descartaban enormes estatuas de Iósif
Stalin, Vladímir Uliánov (Lenin) o Leonid Brezhnev; bustos apoyados en el piso,
reproducciones macizas que esperan en posición horizontal y que, ahora, se
combinan con esculturas modernas y contemporáneas.
Estamos
cenando en un restaurante casi vació. En las mesas de los costados no hay
nadie, pero igual, después de mi pregunta, Tusheva levantará la cabeza y mirará
a ambos lados, como chequeando que nadie la escuche.
—¿Y
a Putin?
Dudará
unos segundos y, luego, sí.
—
Hay muchas cosas de su gobierno que están bien, aunque hay otras con las que no
concuerdo del todo.
Y
cambiará de tema. Como si fuera lo lógico después de una respuesta cordial a
una pregunta como ésa.
La
Rusia de hoy dista mucho de la Rusia que, desde este lado del mundo, uno podría
reconstruir a partir de las historias de León Tolstoi, Fiódor Dostoievsky, Iván
Turgueniev y sin embargo el francés sigue siendo un idioma de culto y si a las
voluntarias, ancianas, que cuidan la casa de Tolstoi uno les habla en francés,
puede entrar gratis.
Allí,
no se pueden sacar fotos y uno debe ponerse, sobre las zapatillas, una especie
de pantuflas de bolsa para que las pisadas no mancillen este hogar sagrado. En
el cuarto, apoyada contra una pared está la bicicleta con la que el escritor
recorría Moscú cada mañana, de seis a ocho, antes de volver al estudio, a
ponerse a trabajar. Escribía hasta las dos, las tres de la tarde. Allí, dice el
cartel, escribió Resurrección. Allí, se dice, reescribió 39 veces el último
capítulo: la prosa nunca terminaba de convencerlo. Luego sí, bajaba a almorzar
y pasaba la tarde charlando con la gente, con visitas ilustres, leyendo sus
manuscritos, de pie junto a la piel de un oso que mató en 1858, justo antes de
que el animal lo atacara. Y en Moscú hay un museo literario, y un centro
Tolstoi y también, a 200 kilómetros, su residencia de Yasnaya Polyana y otro
museo, en Astapovo, el lugar donde pasó los últimos minutos de su vida. Y, aún
así, todo eso parece poco para uno de los más grandes escritores rusos.
A pesar de google y los
celulares y la supuesta traducción simultánea, el mundo cirílico (para quien no
pertenece a él) es un tanto inquietante. Uno desconoce si el cartel en la
esquina indica que allí hay una farmacia o un prostíbulo. En la calle, la gente
no suele hablar inglés ni francés ni castellano: sólo ruso. Descender los 300 metros
de escalera mecánica para llegar al metro resulta una expedición
imprescindible. La frecuencia sorprende (un reloj sobre el andén permite
verificar que no pasa más de un minuto y medio sin que llegue un nuevo subte) y
la majestuosidad de las estaciones impresiona. Parece que los soviéticos
opinaban que las obras de arte no podían estar solamente en los museos
burgueses y se ocuparon de que, a lo largo de los 339 kilómetros de tendido
vial, cada estación tuviera sus estatuas, sus cuadros, sus venecitas
prolijamente ubicadas. Son tan profundas porque varias estaban pensadas como
refugio en caso de un ataque nuclear (la más antigua se construyó en 1935).
Junto a los molinetes, sobre la
pared: un cuadro con la cara pensativa de Karl Marx, o estatuas de campesinos y
campesinas con fusiles y perros, en actitud desafiante, defendiendo su patria
del invasor extranjero.
El arte es un idioma universal
pero si uno quiere ir de Novoslobodskaya a Park Kultury en la línea 5, línea
circular identificada con color marrón y que intercepta a las otras once
líneas, tiene que tratar de averiguar el sentido de los trenes. El nombre de
las estaciones está en cirílico. No se lee Novoslobodskaya sino
“Новослободская” y a arreglarse. Un amigo pasó entre quince y veinte minutos
intentando averiguarlo: terminó tomando el equivocado. Llegó a su estación, el
subte gira circular, pero tardó casi el doble de tiempo. Nadie le había avisado
que cuando se avanza en el sentido de las agujas del reloj, la voz que anuncia
las estaciones es masculina. Que cuando se va en sentido contrario, en cambio,
una mujer avisa dónde está uno ubicado.
Moscú
puede apreciarse desde el subsuelo y desde la altura: el restaurante del piso
12 del hotel Ritz permite una vista de toda la ciudad: la catedral ortodoxa de
San Basilio, con sus cúpulas ornamentadas, conocida como “el edificio de
cebollas”, el Kremlin y tres de las siete “Hermanas”: rascacielos monumentales
de estilo barroco ruso y gótico que Stalin mandó a construir entre 1940 y 1950.
Pero
si uno busca rastros de “lo soviético” en Moscú, debe descender al metro (donde
las estrellas rojas, las hoces y los martillos se multiplican estéticas) o
visitar el mercado Izmailovo: allí hay ancianos que venden láminas originales
de los cosmonautas, afiches con la cara de Yuri Gagarin (uno de los únicos
rusos que sonríe en, absolutamente, todas las fotos), volantes de propaganda
comunista, pins de Lenin joven, pins de Lenin mayor, pins de Stalin con traje
de fajina, pins de los Juegos Olímpicos; cascos de la segunda guerra
agujereados de un balazo, uniformes nazis, piezas de bronce oxidadas, balas de
todos los tamaños, postales de propaganda soviética, imanes con un Lenin
cenital que convoca a la batalla; también gorros de astracán originales y otros,
sintéticos, seguramente hechos en China; matrioshkas (mamushkas), bandejas
pintadas a mano con colores brillantes, dorados, rojos, verdes y amarillos, con
una técnica dulce y sofisticada; acordeones, fusiles, cabezas de jabalí. Todo
lo que un turista puede querer, e incluso más.
Una
de las únicas excursiones gratis en Moscú es la visita al mausoleo de Vladímir
Lenin, donde (se supone) está el cuerpo del líder revolucionario. No se puede
entrar con cámaras de fotos, bolsos ni mochilas. Luego de hacer una larga cola,
uno ingresa a una sala iluminada con una tenue luz roja, tapizada de un
silencio que se interrumpe por murmullos nerviosos. A los costados, varios
guardaespaldas custodian el cuerpo embalsamado.
Parece un muerto pero los
muertos embalsamados son tan plásticos y quietos como los muñecos: entre los
rusos circula el mito de que en algún momento fue reemplazado por un maniquí.
En 2012, el ministro ruso de Cultura Vladímir Medinski dijo que sólo quedaba
“un 10% del cuerpo original”, ya que desde hace mucho tiempo el resto se fue
sustituyendo por elementos artificiales.
Cuando
en 1924 se decidió que el héroe soviético fuera exhibido dentro de una especie
de pecera, en el Partido Comunista hubo una gran discusión. León Trotski
equiparó la conservación del cuerpo con la “santificación” cristiana, algo
disruptivo para los comunistas. La viuda, Nadezhda Krúpskaya, también se opuso.
Incluso, la decisión de Lenin era ser enterrado en San Petersburgo junto a los
restos de su madre y de su hermana, pero el Politburó pudo más.
En
2011 en Internet se hizo una votación pública (no vinculante) con la pregunta:
“¿Apoya usted la idea de enterrar el cuerpo de Lenin?”. Participaron unas
350.000 personas. El 66,54% apoyó el entierro. En ese momento, el presidente de
la Federación Rusa, Vladimir Putin, dijo que era una cuestión que debía
tratarse con mucho cuidado para “no dividir a la sociedad”. Lenin sigue allí.
Frente
a él, cruzando la Plaza Roja, funcionan los almacenes GUM, símbolo del
desmoronamiento del régimen, venganza cruel del capitalismo: almacenes
estatales durante el sovietismo que se convirtieron luego en un shopping de
lujo. Negocios de Prada, Chanel, Gucci y Swarovski, entre otras marcas.
Allí,
en el hall, una mujer vende jugos de sandías y melones que se enfrían
sumergidos en el agua de una fuente. Su nombre es Irina. Habla un inglés
fluido, pero no le interesa contar su vida. Sólo dirá que todo lo que se vende
en ese lugar es para turistas: cosas demasiado caras para cualquier sueldo en
rublos.
*Nota publicada en la revista Domingo, diario El Mercurio (Chile).